Luego de una semana, es justo decir que la chercha fue un sábado. Estaban invitados –algunos– a escuchar un chin de música en casa de la empresaria. No tenían el temor de encontrarse con el virus. Es más, lo desafiaban.

Más de diez, habían entrado al apartamento con la intención de compartir experiencias sobre la pandemia y todo, cambio de gobierno incluido.

Ya adentro de la casa, comenzaron la reunión con risas y palabras de entusiasmo. La reunión incluía a los familiares que tenían mucho tiempo que no se veían. “Este gobierno me cae bien”, afirmaba uno sentado al lado de la más linda chica de la noche.

Quince minutos más tarde, el brindis podía ser no solo de las bebidas esperadas, sino de cualquier otra que haya llevado alguien. En toda la escena, hay un indeterminismo enológico que parece que no solo ataca a algunos. “Hay que comprar algo pero no importa porque no sabemos lo que a ella le gusta, pero igual se va a sentir halagada, encantada, complacida”, decía la amiga de la anfitriona a su esposo.

Entendido ahora, algo parecido no se dio en un solo sector sino en muchos lugares de la ciudad. “Que te crees, virus tremendo, que nos ibas a quitar las celebraciones?” “Creías que te ibas a salir con la tuya?”, decía una donde los apartamentos son muy bonitos.

Como muchos han visto, las cifras publicadas por John Hopkins son tétricas. Según ellas, Brasil –estás invitado a la Samba–, es el segundo en contagios en todo el mundo. En algún periódico, alguien leyó que Nueva Zelanda es un ejemplo digno de ser espiado por todos. En algunas partes del mundo –España, según The New York Times–, se habla de segunda oleada.

Como si mantuvieran un gran secreto, los invitados no tenían interés en decirle a nadie cuales eran, de acuerdo a ellos, las políticas que deben implementarse, por ejemplo, para que los niños puedan estudiar este año. A fin de cuentas, es como si estuvieran en un mundo paralelo, donde la acción –que no el cálculo de las variables–, no ha sido suplantada, por nada. En cualquier día de la semana, alguno tiene que ir al banco a pagar y otro a un restaurant porque ha hecho una inversión millonaria. Aunque con buena intención, la recomendación que la gente le da a estos valerosos –no salir a ningún lugar–, se ha quedado debajo de la alfombra.

Con una copa en la mano, otro argumenta: “yo quisiera que lo que pide la sociedad civil sea cumplido”. “Me gusta participar en política, pero nadie me va a hacer caso”, me dice. Con gran sentimentalismo, está triste. Sin embargo, la noche anterior se la pasó en parranda con una música “urbana” dentro del auto. En esa noche, las regulaciones de ruido no fueron violadas, porque la música solo la puso por un breve tiempo. Como siempre, lo que brindaban no dejaba de ser vino francés, pero tenían claro que la empresaria tenía –guardados como unas reliquias–, un californiano y otro de la vieja región chilena.

Más político que los demás, alguno afirma que hay que esperar lo que pase en el panorama norteamericano, razón por la que tiene frenada una inversión multimillonaria hasta noviembre.

Minutos después, afirma otro que no le ven nada de negativo a reunirse si han llegado con la mascarilla puesta, pero que va, “uno se la quita para abrazar a la vieja”. “Se entiende que a dos metros de distancia no hay peligro de contagio”, afirma. Por su lado, sostiene que los establecimientos comerciales sí tienen que tomar medidas drásticas; se supone que allí, en cualquier tiempo de la semana, se reúne gente con intención de pasar la noche en gozadera total, como dice un merengue.

En algún libro, no se tiene registrado el inventario sociológico de frases que pudiera decir un dueño de colmado de los sectores residenciales dominicanos. Tampoco se puede hablar mal de ellos. A fin de cuentas, estos han resultado bastante educaditos en comparación con otros especímenes: cierran a la hora indicada, y respetan el toque de queda.