Quería conocer al Diablo. Las tantas cosas negativas que los adultos decían de él fueron creando en su mente tal nivel de inquietud y fantasía alrededor de esta criatura extraña, que se propuso conocerla, no importando los riesgos que tuviera que afrontar. En el catecismo, su orientadora le decía que el Diablo era el enemigo principal de Dios y de la humanidad, que esta bestia alguna vez fue un ángel y que por desobedecer a Dios fue expulsado de las huestes celestes, por lo que se convirtió en un ser horrible, moreno, delgado como anacoreta de doctrina falsa, cornudo, peludo, con ojos color del fuego eterno de su morada, rabo largo como de mono, orejas caprinas y uñas largas y filosas como garras de aves rapaces.
Quería conocerlo. Su padre le decía que la forma de serpiente es una de las tantas características que suele asumir el Diablo, tal vez en su expresión más fea y engañosa. Siempre que su padre se lo decía, también aprovechaba para relatarle la manera como el Diablo, disfrazado de serpiente, echó a perder el paraíso terrenal. Un día, después que el padre hubo terminado su acostumbrado relato, el niño le preguntó:
-¿Qué le sucede al que mata una culebra?
El padre, sin titubear, y seguro de poseer una verdad incontrovertible, le contestó:
-Nada. Matar una culebra es como matar al mismo Diablo.
Quería conocerlo. Su madre le decía que su padre tenía razón en todo lo que le afirmaba respecto de aquel ser despreciable. Además, ella no dejaba de recordarle que la gente no debe cortarse las uñas por las noches, porque ello contribuye a hacer crecer mucho más las del "pájaro malo", como también solían denominar al Diablo. Asimismo, cada vez que él y sus hermanos se negaban a ingerir los alimentos que ella les ofrecía y amenazaban con arrojarlos, la mujer los amonestaba severamente y les decía que Dios castiga a los niños que se niegan a comer, al menos que se lo impida una enfermedad. Tampoco olvidaba recordarle que la comida que se bota se la come el Diablo.
En vez de llenarse de odio y temor, como le sucedió a sus hermanos y a sus compañeros del catecismo, las aseveraciones de los adultos incrementaron su deseo de conocerlo. Pero ¿cómo lograrlo? Después de pensarlo por algún tiempo creyó conveniente interrogar a Adán, el loco manso de la otra esquina, quien tenía fama de atrapar serpientes y de tratarlas generosamente. En el pueblo se decía que Adán se había vuelto loco porque cometió la imprudencia de leer la Biblia entera. Después que su mente abandonó la dimensión real, dejaron de llamarlo por su nombre de bautizo para nombrarlo simplemente como "El loco ilustre".
-Adán.
-¿Qué deseas, niño?
-Saber simplemente quién es el Diablo.
-El Diablo no es otra cosa que el símbolo teológico del mal.
Tenía que conocerlo. Las palabras del loco habían arrojado más confusión a su mente. Durante varios días estuvo distante de cualquier pensamiento que no fuera dar con la forma de encontrarse con el monstruo. Después de más de una semana de días agitados y de noches de insomnios, encontró la manera: recordó que su madre le había dicho que la comida que se bota se la come el Diablo. Si, ya lo tenía: esa noche, aunque la cena le gustara, la arrojaría en el fondo del patio de su casa, sólo para complacer su curiosidad de ver al Diablo transfigurado como a él se le antojara. Cuando llegó la hora de cenar, rechazó rotundamente la suya. Luego, discretamente, la tomó y se trasladó al fondo del patio, e hizo lo que tenía decidido. Oculto de sus padres y sus hermanos, esperó hasta el declive total de la tarde, devorado por la curiosidad y muy cerca del lugar donde había depositado la comida. Cuando la noche se había derramado absoluta sobre el entorno, empezó a escuchar el suave deslizamiento de un cuerpo avanzando hacia donde estaba la cena. Entonces la vio: era la culebra; resplandecía como un collar de luz en medio de la penumbra. Su curiosidad de niño de ocho años derrotó a su miedo y permaneció allí hasta ver al animal engullendo a prisa trozos de alimentos. Luego la vio retroceder y perderse de nuevo en la noche.
Ahora sabía que la culebra era hermosa, que nada tenía que ver con la imagen que del Diablo le habían referido los mayores. El reptil más bien le parecía un ángel al que le hubieran cortado las alas y obligado a rastrera condición. El niño se sentía impelido a guardar la maravilla del secreto, pero temía por la culebra porque no olvidaba que su padre le había dicho que matar a uno de aquellos animales era como matar al mismo Diablo.
Todas las noches el pequeño regalaba su cena a la serpiente. Una noche su padre lo sorprendió esperando al ofidio. El hombre obligó al hijo con violencia verbal a que entrara a la casa, y se apostó justo en el lugar donde había estado el muchacho, esperando descubrir las razones que movían al infante a rechazar la cena todas las noches y trasladarse al fondo del patio, desafiando la oscuridad. Casi de inmediato regresó agitado y alegre, e informó que había matado una culebra. El niño irrumpió en llanto y con entrecortadas palabras preguntó a su padre:
-¿Qué se siente después de haberle dado muerte al Diablo?
El interrogado apenas logró balbucir una o dos palabras que el chico no entendió; pero sí comprendió que Adán era el único que tenía razón.