-Nueva vez, rebuscando en la caja de Pandora, reencuentro estas páginas, más que escritas, abortadas a la luz pública, el lunes 11 de noviembre, del año 2011.
Vísperas de las Navidades de 1963, los Dominicanos no imaginábamos las sorpresas que nos reservaba el final de año.
El asesinato brutal de Manuel Aurelio Tavárez Justo –Manolo-, Presidente de la Agrupación Política 14 de Junio, además de aquellos compañeros aniquilados, integrantes del grupo de insurrectos en “Las escarpadas montañas de Quisqueya”, acontecido el 21 de diciembre, sobre las tierras de la sección denominada Las Manaclas – San José de las Matas- cuyos cadáveres fueron trasladados a Santiago de los Caballeros.
La ciudadanía, informada de esos asesinatos, en el transcurso del día 23 de diciembre, se produjeron expresiones de reproches y protestas en toda la ciudad. Por sus diferentes barrios, y como manifestación de indignación ante los horrendos acontecimientos, pudimos escuchar, además de otros ruidos, el rugido atronador de las bombas caseras, no mutilantes, como tampoco incendiarias.
En esa prima noche, acompañada de mi compañera Merceditas, portando nuestra Bandera Nacional, nos trasladamos a las morgues de los hospitales, y con ella cubrimos los cuerpos de los compañeros que allí se encontraban.
El espectáculo dantesco que ofrecía el cadáver de Rubén Alfonso Marte Aguayo (a) Fonsito, nos sobrecogió. Lo encontramos tendido sobre el suelo. Su sangre, indolente, hacía isla con su cuerpo. Nos acercamos para cubrirle con nuestra Enseña Tricolor. .
Mientras cumplimos nuestra misión, escuchamos aquella mujer que exclamaba horrorizada: “¡pero si le falta una oreja!” ¡Imposible mirar y confirmar aquel detalle! Cuánta barbarie. Acción cobarde la de ensañarse a quien le fue arrebatada la vida.
Cubierto su cuerpo con la Enseña Tricolor, impregnadas de un extraño nauseabundo y pestilente olor, rápidamente abandonamos el lugar.
Fonsito había sido mi compañero entrañable. Sin sospechar su participación en la insurrección, antes de partir a las montañas me pidió: “cuando me encuentre en la loma, escríbele a mi mamá, como si yo lo hiciera, diciéndole que estoy bien, que no se preocupe por mi salud, así estará tranquila hasta mi regreso”. Luego de aquel diálogo, cargado de amor para su madre, emprendió su viaje hacia la historia.
La congoja normal de lo vivido nos provocó profunda tristeza. Una vez concluida nuestra fúnebre labor, regresamos a nuestros respectivos hogares. Ya en el, acompañando a mi hermano Virgilio Eugenio, procedentes de Santo Domingo y paquete en mano, llegaron dos jóvenes, a quienes no conocía.
Virgilio les condujo a la pequeña caseta del patio, donde permanecía un armario con herramientas carpinteras de mi padre- lugar ideal para construir cualquier manualidad.
La curiosidad me movió hasta ellos. Observé materiales muy raros colocados sobre la mesa, además de un pliego con extraños dibujos, ampliamente extendido. Husmeé unos minutos, no vi nada interesante y decidí volver al área de estar de la casa,no sin antes dar la última y curiosa ojeadita.
Aquel recién llegado, empezó a “colocar” las piezas de su original rompecabezas, artefacto que cambiaría radicalmente nuestras vidas. Observando desde la puerta, escuché decir a mi hermano: ¨Ten cuidado con esa vaina, eso no es así, que no es así!¨, repitió categórico.
Decidida en alejarme del área, caminando hacia el interior del hogar, una detonación ensordecedora, procedente de la casucha, me dejó paralizada. Al unísono, gritos y gemidos.
Aquel estallido me desestabilizó y sin reaccionar retrocedí a socorrerlos. Uno de ellos profería: “¡no veo, no oigo nada!” Nadaba por los aires con sus brazos extendidos, buscando tal vez un punto de apoyo para evitar caerse o lastimarse.
¡Creí a mi hermano sordo y ciego! Corrí hacia él y trémula le abracé. Sustancias ardientes cubrían su cara, estaba revestido de materias salinas. ¨No veo nada, apenas te escucho¨, me repetía. Dios, ¿qué hacer en esas circunstancias? Para que recibiera aire fresco le recosté de la pared más próxima y allí lo dejé, apoyado sobre el muro colindante con la familia Hungría.
Aquel panorama representaba un peso superior a la tolerancia de mis espaldas. Los sucesos no me permitían ejecutar las acciones correctas. Presa del desconcierto entré a la casa. Escuché que desde la sala, provenían quejidos y lamentos. ¿Quién se quejaba? ¡Dios del Cielo! Allí estaba, acostado sobre el sofá, la sangre incansable manaba del brazo de aquel joven. Jamás vi una hemorragia similar. Pensé que podía morir desangrándose. Impulsada por el deseo de salvarle, auxiliar era mi acción correcta e inmediata.
Movida por el resorte que aún ignoro, recordé que la Policía Nacional tenía un Destacamento en línea paralela a nuestro domicilio. Consideré que si el herido resultaba detenido, sin recibir atención médica urgente, posiblemente moriría. Ante la hemorragia incontrolada, y dado el caso de no recibir urgente atención médica, considere lo inminente de su muerte.
Sin pérdida de tiempo, salí corriendo a la calle para gestionar un carro de servicio público y transportarlo al hospital más cercano. No recuerdo las manos solidarias que me ayudaron a introducirlo en el auto, porque apenas podía sostenerlo. Veloz, entré por Emergencias, donde llevé aquel muchacho para que recibiera las atenciones y cuidados médicos de lugar.
Rápidamente, nerviosa y consternada, sin sospechar la sorpresa que me aguardaba, regresé al hogar. Al entrar a la galería de mi casa, el área parecía un cuartel militar. El estruendo producido por aquella fallida bomba, provocó resultados poco halagüeños: aquel joven mal herido, desconocer el destino y estado físico de mi hermano, prisión a mi madre al igual que para mí, por supuesta complicidad y fabricación de bombas; mi hermanita ¡al cuidado de los vecinos! Dios,¡Cuánto-tanto!
Acusadas de terroristas, nos recluyeron los últimos días de ese inolvidable diciembre. Concluidos los trámites del juicio y descargadas por inocencia, recuperamos nuestra libertad con la obligatoriedad de abandonar Santiago y evitar posibles apresamientos.
Escapando de las garras uniformadas, viajamos a Santo Domingo. Por largos e interminables meses nos refugiaron nuestros parientes. En este nuevo hogar transcurrió lo que siempre entendí como nuestro involuntario y obligado exilio.
A partir de esa siniestra noche, me inquietaba conocer las razones que provocaron la explosión de aquella quasi letal bomba; ¿quién era aquel joven herido? Los episodios de la Guerra de Abril enriquecen las páginas de nuestra historia contemporánea, y con ellos, logré despejar muchas interrogantes.
Transitando por los jardines de la Universidad Autónoma de Santo Domingo, en el área frontal de la Facultad de Ingeniería y Arquitectura, volví a verle. Sentado junto a otros estudiantes se encontraba aquel joven que respondía al nombre de Gregorio Hiciano –¡al fin su nombre!- víctima de la bomba que intentó “armar” en mi casa, por la cual perdió su brazo derecho. Su imagen mutilada me impactó de forma tal que jamás podría describirla.
Los episodios vividos, pasados 48 años, y valiéndonos del mundo cibernético, el buen amigo Darío Nicodemo me escribe: “Mi encuentro con Hiciano fue muy particular, no nos conocíamos. Él no emitió juicio de valor sobre el hecho en cuestión. Lo narró con algunos detalles y sí al final me dijo: “Ese error pudo costarme o costarnos la vida”. Darío concluye: “se refería al hecho casual de haber tocado la hebilla de su correa con los materiales. Esta conversación vino como preámbulo para comentarme sobre su prótesis".
En torno a estas ocurrencias, Darío recuerda: "El encuentro con Hiciano se produce el día que retornaba a Santo Domingo, a eso de las 4:30 ó 5:00 a.m., justo antes de salir para el aeropuerto a tomar su vuelo de la Pan American, pautado para las 7:00 de la mañana".
"Gregorio Hiciano, al término de su viaje por varios países del Campo Socialista, regresó desde Viet Nam, sobrevolando algunos de ellos, con escala final en New York, ciudad donde nos encontramos en un apartamento del Alto Manhattan".
Nicodemo finaliza su relato, evocando: "conversamos un rato y como te decía, al final ¡y muy orgulloso! me mostró el trabajo de prótesis que le habían hecho. No recuerdo en qué país la habían confeccionado. Salí de la habitación mientras él comenzaba a "prepararse" para su vuelo de regreso al país".
Develados los inolvidables accidentes que cambiaron la cotidianidad de nuestras actividades, solo me resta elevar una plegaria por el alma de Gregorio Hiciano. ¡Paz a su alma! al igual que para todos aquellos luchadores por las libertades de nuestro país, a quienes un desliz o quizás un error práctico e involuntario, les trastornó o arrebató la existencia.
Y porque murieron, y no podemos volverlos a la vida, jamás permitir sepultarlos en los ¡lúgubres pasillos del olvido!