Sabemos que vivir es encontrarse en el mundo, consigo mismo y con los otros. Existir es estar ahí, arrojado en el mundo, en este lugar y en este momento: hic et nunc, aquí y ahora. El aquí y ahora es nuestra circunstancia inmediata, la única que cuenta (que debería contar), la que nos permite ser, hacer y proyectarnos hacia el porvenir. En el aquí se resume nuestra situación particular: pertenecemos a un pueblo o una nación, a una cultura, a un clima, a una geografía. En el ahora o presente caben todos los tiempos: el antes, el ya y el después.

Detrás de cada uno de nosotros, cualquiera sea la profesión u oficio que hayamos escogido en la vida, está el hombre. Detrás hay siempre un ser humano, sin más, preocupado por las cuestiones esenciales. Antes de ser cualquier cosa -antes de ser intelectual, o artista, o científico, o político, o lo que sea- se es hombre, y al serlo, se preocupa uno del universo, lo interroga, lo cuestiona, es decir, filosofa. Esto es precisamente lo que significa filosofar: interrogar al universo, escudriñarlo con curiosidad, preocuparse de él y por él, de sus seres y de sus cosas.

En un sentido amplio, se puede decir que, en cuanto piensa e interroga al universo, en cuanto se preocupa de su propio destino, todo hombre es filósofo.  Nadie puede evitar, en algún momento decisivo o crítico de su vida, filosofar. Y esto equivale a plantearse las cuestiones vitales, a abordar los grandes problemas cósmicos, a reflexionar sobre el dato radical de la existencia.

Se dirá que el hombre de la calle no necesita filosofar, que le basta con vivir y buscarse y ganarse la vida de todos los días. Se dirá, como los antiguos: “Primum vivere, deinde philosophari” -Primero es vivir y luego filosofar. Se dirá que el vivir aquí y ahora es una verdad tan evidente que no necesita ser demostrada, ni siquiera ser expresada. Según ello, filosofar sería, propiamente, no vivir y vivir, propiamente, no filosofar. Esto sería rigurosamente cierto si fuésemos auténticos y plenos y de verdad viviésemos en el ahora o presente.

Ilustración gráfica del artista visual José Pelletier

Es difícil evitar los lugares comunes de la gente, amigos y conocidos incluidos, sobre la filosofía y los filósofos. Los he venido escuchando por años: “La filosofía es muy bonita”, “la filosofía es importante porque nos enseña a hablar bien en público“, “los filósofos son unos locos que siempre le andan buscando la quinta pata al gato”. Estos estereotipos incluyen una pregunta que nunca falta: ¿es verdad que los filósofos no creen en Dios?”.

Sucede que se suele confundir la filosofía como actividad propia de académicos con el filosofar como dimensión intrínseca de todo individuo. Existe en el mundo un puñado de personas que hacen del estudio de la filosofía su ocupación principal y de la vida un ejercicio del entendimiento. Son especialistas en la materia, los llamados “filósofos profesionales”. Las demás personas viven, aman, odian, gozan, sufren, sueñan y, ocasionalmente…filosofan. La dimensión filosófica es indisociable de la vida humana. Desde este punto de vista, todos somos filósofos, o, mejor dicho, seres filosofantes. O bien: no todos somos filósofos, pero todos filosofamos.

Porque, querámoslo o no, nos es forzoso tener que asumir posturas ante las cuestiones últimas. Sabemos cuáles son esas cuestiones, las hemos sentido o presentido, las hemos pensado como necesarias: la vida, la muerte, Dios, el juicio final.  Ortega las formula a la manera típica de la filosofía existencial: “¿Cómo es posible vivir sordo a las postreras, dramáticas preguntas? ¿De dónde viene el mundo, adónde va? ¿Cuál es la potencia definitiva del cosmos? ¿Cuál es el sentido esencial de la vida?”.

De algún modo hay que asumir estas cuestiones o, si no, vivir en la mentira y el engaño. Creemos poder renunciar a ellas, zafarnos de ellas, pero olvidamos que esto implica ya tomar una postura, pues la renuncia a algo es un tipo de elección. Y si no siempre hay la intención de responder positivamente a las interrogaciones esenciales, tampoco hay modo de no encararlas. Son tenaces, no nos dejan tranquilos, nos persiguen como una sombra. El agnosticismo, por ejemplo, es una vuelta de espaldas a los problemas últimos, una suspensión por tiempo indefinido, pero en la práctica definitiva, de las cuestiones fundamentales, declaradas insolubles. El agnóstico no sólo admite la posibilidad de que el mundo en sí mismo sea un problema insoluble, sino que también declara la imposibilidad de conocer el mundo: no sabemos, no podemos saber nada acerca del mundo, ni de Dios, ni de la inmortalidad del alma. Kant era agnóstico, Bergman también.

Pero este volver las espaldas a las cuestiones esenciales es sólo otra postura. Puesto a elegir, prefiero darles la cara, mirarlas de frente, porque ellas involucran la existencia del hombre, comprometen por entero su destino y justifican su presencia en la tierra. Tal vez estas cuestiones últimas y decisivas sean insolubles. No importa, de igual modo son inevitables. Por eso discrepo de algunas corrientes del pensamiento contemporáneo como la filosofía del lenguaje y el positivismo lógico, que califican a esas cuestiones de retóricas o metafísicas. Olvidan, sin embargo, que son vitales al filosofar y las únicas que al final cuentan. La sospecha de que pudieran ser insolubles no debería llevarnos a juzgarlas superfluas, sino todo lo contrario: debería servir de acicate para una búsqueda incesante, constante y tenaz. ¿O es que acaso la conciencia de que siempre habrá injusticia en la tierra nos impide luchar por un mundo más justo?

El aquí y ahora es una verdad incontestable, incontrovertible, aun para las filosofías o las religiones que postulan un futuro inmanente o trascendente. Toda preocupación por el “más allá” sólo puede sustentarse desde el “más acá”. Puedo estar obsesionado por la idea del pecado y la salvación de mi alma. Puedo creer que no todo acaba con la muerte y que hay otra vida después de esta vida que vivo.  Puedo vivir esperanzado con la promesa de vida eterna.  Lo que no puedo en absoluto es dejar de actuar desde el aquí y el ahora, desde esta vida terrena que me ha sido dada sin pedirla y sin hacer y por hacer para que la viva y la haga a mi modo y la multiplique como se multiplican los talentos.

Las Escrituras rezan que el principio de la sabiduría es el temor de Dios. No ha sido otro el origen de la religión, de todas las religiones. A mi probable lector quisiera recomendarle una sabiduría más mundana, más del lado acá de nuestra “naturaleza humana”, que se nutra de los instantes únicos, desde el aquí y el ahora como supuesto básico para actuar en el mundo, para llegar a ser lo que queremos ser y aún no somos. Hace muchos siglos, un poeta epicúreo persa, Omar Khayyám, recomendaba esa sabiduría que consiste en gozar del momento presente; aconsejaba sentarse y beber vino, escanciar vino a la luz de la luna y no atormentarse por el pasado ni por el futuro; en fin, vivir aquí y ahora:

“Siéntate y bebe:

gozarás de una felicidad que Mahmud no conoció

Escucha los armónicos laúdes de los amantes

Son los verdaderos salmos de David

No te abismes en el pasado ni te angusties por el futuro

Que tu pensamiento no se proyecte más allá de lo presente 

He aquí el secreto de la paz"

(Rubaiyat)