El lugar es Baltimore. Antes, cuando podía uno viajar, estaba en no sé qué conferencia. El mediodía de un otoño recién nacido. De alguna extraña manera, la alegría inocente de las hojas que se tornaban rojas y naranjas, se podía sentir en medio del aire. Salí de uno de los salones a fumar. Uno, dos, tres puffs. Pensando. Aspirando el humo fuerte, como fumaba el viejo. Y pensaba, mirando la costa. Un mar verdiazul y miles de niños disfrutando del solecito que no quemaba, que acariciaba con cierta ternura amarilla. Cuando terminé de echar ese humito, fui a poner el pucho en el inmenso cenicero, lleno de colillas de distintos colores y sabores: lights, rojos, mentol, low tar, no bull… y pensé, Con todas estas colillas se podría hacer un cigarrillo, o un cigarrote. Y sentí una pena inmensa por el mundo que yo quería aprender y aprehender. Y me dio hambre de llorar, y de caminar. Y me fui dejando por esas calles pequeñas, bordeando la costa. Vi un grupo de tiendecitas, una calle adoquinada, un grupo de casitas pintadas de un rojo holandés bellísimo y dos muchachas que tomaban Cubalibres bajo una sombrilla azul. Dije Hola y ellas dijeron Hello y tomé ron con limón. Éramos ese polvo con vida que anda por el mundo sin rumbos y con poco equipaje. Todo lo que pueda caber entre el pecho y la poca vergüenza. Animales sin ataduras, que se sonríen solos, de día, con el rostro desnudo. Toda la tarde se resumió en una gran caricia tripartita, un póster de Andy Warhol, besos como balas, una canción de más y un abrazo, gigante.
Últimas noticias
{{#volanta}}{{volanta}}{{/volanta}}