Noviembre es Mes de la Familia, dispuesto por el decreto 1656 de 1971. El 25 es Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, o Día Internacional de la No Violencia de Género, establecido mediante la resolución 54/134 (1999), de la Organización de las Naciones Unidas, por la memoria a las tres hermanas Mirabal, activistas políticas dominicanas asesinadas en 1960 por esbirros del tirano Rafael Leónidas Trujillo Molina (1930-1961).
La primera iniciativa pretendía el fortalecimiento de la integración familiar; la segunda, denunciar la violencia del hombre contra la mujer y reclamar a los gobiernos la elaboración de políticas públicas para su erradicación.
A 48 y 20 años de aquellos saludables bríos del Movimiento Cristiano Familiar y de las luchas feministas, sin embargo, no hay razones para celebrar. Ni una cosa, ni la otra.
Está plantada una epidemia de feminicidios y la familia en general se ha montado en la pendiente de la desintegración, víctima del cruel modelo de éxito implantado por el sistema económico, político y social (mérito medido por el dinero); mientras las autoridades juegan al facilón sensacionalismo periodístico de la contadera de muertes, y hasta anuncian, con premura espantosa, que dos o tres casos menos respecto de años anteriores, indican “desmonte de machismo”; o sea, desmonte de una cultura. Reducción de 99 decesos, en 2017, a 62 a inicio de noviembre, gracias –ha dicho– a su Plan Nacional contra la Violencia de Género. https://noticias24siete.com.do/2019/11/12/procuraduria-asegura-casos-feminicidios-se-reducen-en-2019/.
En esa carrera fatal se montan muchas mujeres despechadas que operan desde ONG, para promover el dañino hembrismo o misandria (odio o desprecio por el hombre) como respuesta al machismo que cuestionan, y atizar una ruptura hasta con lo positivo de la familia tradicional.
Y medios televisuales y digitales cuya única razón de existir parece estar supeditada al despliegue de imágenes grotescas sobre mujeres asesinadas o maltratadas, adobadas con historias plañideras de familiares a los cuales no les cabe más huellas de pobreza extrema.
Todo un espectáculo mediático que deviene en burla porque circunscribe un problema de salud pública de amplio espectro a pantallazos a las clases baja y muy baja, como si la tragedia solo ocurriera allí. Aprovechamiento vulgar de la indigencia económica y cognitiva de la gente para ganar audiencias, o visibilizarse ante organismos internacionales que solo patrocinan los temas de sus agendas, aunque las prioridades locales sean otras. Revictimización en su máxima expresión.
Si algo ha parido esta barahúnda es una acentuada enemistad, ya no disimulada, entre la mujer y el hombre. A ella le han enseñado que la única respuesta correcta a los vicios culturales del macho es el “ojo por ojo, diente por diente”, y la percepción generalizada indica que la ha aprendido muy bien. Y él resiste.
La integración del sujeto a cambiar es el gran ausente en los planes de “prevención”. Eso sí, es objeto de represión cuando el hecho está consumado, o cuando –por celos, despecho- aparece una querella y un abogado buscón, un fiscal o una fiscala insaciable y unos medios amarillistas que agiten las pasiones.
Imposible que el hombre desaprenda para integrar nuevos conocimientos, valores y actitudes, si en los planes, programas y proyectos no es considerado como protagonista pasible de mejoría. Hasta ahora, los discursos solo desparraman odio, mofa contra él. Lo sitúan como un ser inferior, presa perenne de la irracionalidad, incapaz de cambiar, despreciable. A la mujer, por comodidad de agendas, la colocan en el plano de la perfección.
Con premisas falsas y diagnósticos peores; con planes como pegotes de papel y discursos de cumplidos, la prevención de la violencia de género resulta una quimera. Una apuesta a la perdición de la familia. De la sociedad.