Una tiene, de vez en cuando, que deleitar los sentidos con un rico helado de sabores complementarios, coco y piña, por ejemplo; con un trozo de bizcocho de tierna textura, relleno de nueces en delicioso toque final a una marejada de gustosas y crecientes provocaciones; un sambuca ardiente que despierte pasión en la garganta, con fuego, con moca, que haga sentir como si repentinamente el espíritu se volviera aventurero y saliera por los poros de la propia piel a conquistar nuevos mundos, a arrodillar leones y panteras; a plantar banderas en desiertos y pantanos, en llanuras y cordilleras, en jardines y plazas; una cerveza fría que transporte al Salto de Jimenoa o a las aguas de Masipedro, convirtiendo toda esa frescura en una actitud de alegre desparpajo, de despreocupación contagiosa a la primera sonrisa; una buena película, de personajes tan increíbles como aquel que permitió que le arrancaran la vida en jirones de piel por amor a sus amigos; un libro interesante, que cuente la historia de mi primo, el Robert Redford cibaeño cuya locura de juventud fue una vaca; una conversación excitante en la que no se hable ni de ti, ni de mí, sino de gente ordinaria que hace cosas extraordinarias, como subir a la rama más alta de árbol a salvar al gato del vecino que no le ha aportado más que envidias malsanas y odios gratuitos; una canción en la que una niña de cinco años pacte amistad con una flor, con besos pétalo a pétalo, y pida amablemente a las abejas y a las mariposas que cuando se posen sobre ella, lo hagan con cuidado.
Porque efímero e imposible de almacenar, como la vida misma, es el placer; como la preciosa estrella fugaz que pasó por mi cielo una de hace muchas noches, dejando esta dulce estela de pensamientos que centellean en mi mente sólo porque yo me empeño en alimentar y atizar el fuego del recuerdo que un día, muy a pesar mío, se extinguirá, quizá junto conmigo.
¿Acaso sólo yo me habré dado cuenta de que ningún placer volverá a ser? Aún prefigurarlo es arriesgarse, porque puede que no se presente, que el coco esté rancio y que la piña, insípida, no alborote ni una sola papila y entonces mi niña interior comience a llorar con el mismo desconsuelo de la primera vez en que se percató de que no siempre los planetas giran alrededor de su sol, de que su luna a veces deja impávidas a las mareas.
Qué bueno que la vida es inmensa y que en las esquinas y curvas de su anchura aguardan millones de colores, gustos y emociones.
Helados y bizcochos de todas clases. Nuevos, diferentes y únicos. Más y mejores.