Al momento de redactar este artículo, cuya intención es la exaltación de una mujer, tal vez la única, que jamás se apropia del  papel de víctima frente a los hijos, mamá, cuyo Día señalado por el comercio siempre insaciable de ganancias y manipulador, es el último domingo del mes de mayo, no recuerdo exactamente en qué escena de Macbeth es que Shakespeare dice: “los ayeres laten bajo la tierra como si se resistieran a desaparecer del todo….”  Inserto aquí esa idea de Shakespeare porque tengo una madre, –aunque ya muerta,  pero como todas las madres, la mía no ha dejado de serlo– que fue un inmenso almacén de ternura, de responsabilidad de crianza y de pródigo ejemplo para los diez hijos que parió y que aún ella bajo la tierra, su voz consoladora cuando nos sentíamos abatidos o su voz de adrizamiento cuando uno se saltaba los limites, en nosotros se resiste a desaparecer del todo.

La mitad izquierda de nuestro cerebro es la que nos permite distinguir entre casualidad y necesidad; y parece ser que esa mitad izquierda del cerebro de casi todas las madres está dotada de una especie de “súperespecialidad” para solo asumir la ‘necesidad’ de amar, defender, conectarse, afanarse, sacrificarse, consumirse, pelearse y hasta matar por sus hijos. Mi mamá, excepto matar,  hizo más de ahí por mí: me dio crianza para que fuera un ser humano cabal, prudente, laborioso, sensible, tenaz e  hiporreactivo, en lugar de ser indiferente, temerario, embustero, codicioso, apático, disparatoso, envidioso, contumaz y volátil. Lo hizo con los nueve hijos que llegamos y rebasamos la adultez, y su mayor grandeza está en que lo hizo henchida de una templanza arrebatadora.

Así son casi todas las madres dominicanas. Esa es la razón por la que siempre he dicho que si hoy no tenemos una sociedad más homicida, cruel, tullía, más disruptiva  o más corrupta, es porque hemos tenido la dicha de contar con poquitas madres falsas. Talvez seamos una sociedad campeona en padres falsos, de esos que como Marcel Proust ni siquiera buscan el tiempo perdido, pero definitivamente el espacio que ocupan las verdaderas madres, esas que adjuraron de la falsía, las que nunca se aíslan del deber asumido, es inconmensurable.

Por eso es que millones de hijos dominicanos, a pesar del insistente perorar del comercio para que el Día de las madres sea más el día de las grandes ventas que la fecha para honrar y destacar los méritos maternales, pues nos esforzamos porque ese día sirva para renovar la promesa que todos anhelamos cumplir: el entrelazamiento firme y permanente con nuestras mamás.

La tumba de  una madre siempre está entreabierta como si su alma tuviera prohibido el descanso eterno. Es como si sus huesos polvorientos estuvieran al acecho de la aurora para huir de aquella oquedad para continuar siendo madre cuidadora y protectora. Y es que aun después de que la muerte la llevó en su regazo con música invisible o con síntomas furiosos, una madre entera lo último que olvida es que fuera vulnerable al sufrimiento por los hijos.

Mami me acarició y corrigió mientras yo subía por la vida, como guaraguao enfurecido me defendió del más fuerte y de un mundo vicioso, y con la firmeza de una roca me enseñó la pulcritud, a ser veraz, a afrontar mis miedos y me llevó a la escuela cuando en Altamira no había luz eléctrica ni agua por tubería y talvez solo el 10% de las viviendas estaba techado de zinc y tenía piso de madera. Así fue Doña Matilde, una mujer que jamás pidió tiempo fuera como madre total.

¡Cuán certero estuvo el poeta español, Vicente Aleixandre (Premio Nobel de Literatura, 1977), cuando en unos luminosos versos a una madre! la compara a Un navío sosegado que boga por el río,/ a veces me pregunto si tu cuerpo es un ave./ A veces me pregunto si eres agua o el río mismo,/ o si eres noche que relumbra/ o si eres la flor que canta y me llama. [Poemario Mundo a solas, 1953; Poesía completa, p. 354, 2017]. Y es que una auténtica madre, está ahí desde el momento en que el hijo cuaja, cuando se revuelve indeciso en su vientre y cuando lo ofrenda a la vida o a los hervores del mundo.

Pero  tener una madre auténticamente madre no es gratis. Tiene un coste que, aunque bajo, no siempre hay unanimidad en que todos los hijos deseen pagarlo. El coste no va más allá de respetar las reglas y las sugerencias de mamá sobre qué conductas no imitar, qué lugares no visitar, qué labores de la casa me corresponde hacer, cuáles creencias de la cultura se pueden o no interiorizar  y a qué hora llegar a casa mientras estamos bajo su tutela. A los hijos que pagan ese minúsculo coste por tener una auténtica mamá, definitivamente les va mejor a lo largo de sus vidas.

Ojalá que miles de hijos dominicanos que resisten pagar ese pequeño precio, empiecen a pagarlo para que sus bondadosas madres disfruten intensamente la alegría de su Día el último domingo de mayo.