La Crisis de los Rehenes en Irán, aquel episodio que debió enfrentar el presidente estadounidense Jimmy Carter semanas antes de que el Ejército Rojo entrara en Afganistán a petición del gobierno comunista afgano, asediado por una oposición que se encaminaba a deshacer la revolución apoyada por la Unión Soviética, marcaría el destino político de un hombre acusado de manejar con torpeza y falta de coraje la aguda situación. La cuestión comenzó cuando un grupo de estudiantes iraníes seguidores del ayatolá Ruhollah Jomeini, líder chiíta que encabezó una revolución islámica que sacó de manera definitiva del poder a Mohammad Reza Pahleví, conocido por “el sha de Irán” -el monarca de Irán-, quien recibía tratamiento médico en Estados Unidos, tomaron la embajada del país norteamericano el 4 de noviembre de 1979 hasta el 20 de enero de 1981; 444 días de tensiones que pasaron centrados en la petición de extradición del exmandatario iraní “para ser juzgado por los crímenes cometidos” durante el ejercicio del poder, en las sanciones impuestas por EE.UU. al nuevo Estado islámico, y un lenguaje que iba de la retórica diplomática a la bélica.
Carter lideraba el polo occidental de la Guerra Fría mientras que Leonid Brézhnev comandaba la coalición de fuerzas agrupadas en las llamadas democracias populares; por lo tanto, el papel desempeñado por el mandatario estadounidense en una crisis que para algunos ponía en juego los ensalzados valores occidentales, en tanto se ponía en riesgo el control geopolítico de una región de alta prioridad para estadounidenses y soviéticos, era seguido por sus aliados en el mundo y los políticos de su país, incluyendo a algunos de sus compañeros de partido que cuestionaban el manejo dado por éste a la toma de la embajada. El candidato opositor Ronald Reagan fue implacable contra su colega y compatriota, alegando que el presidente había gestionado mal la crisis desde el inicio, y que los rehenes no debieron estar en cautiverio por más de seis días. Evidentemente que estaba dando un manejo electoral a la situación que, al final, se tradujo en beneficios para su campaña. El nuevo ocupante de la Casa Blanca, a pesar de sus críticas, resuelta la crisis, le dio la oportunidad al saliente jefe de Estado de recibir a los rehenes en Fráncfort, Alemania Occidental, un gesto elegante que salvó de la total humillación al exmandatario.
Un hecho, sin embargo, que hay que tomar en cuenta al momento de evaluar el desempeño de Carter en la Crisis de los Rehenes, es la causa menos conocida de la invasión soviética a Afganistán. Pues resulta que al inicio de los acontecimientos el presidente solicitó a sus asesores opciones para solucionar la situación. De esta solicitud surgió la propuesta de una salida de carácter militar que consistía en un rescate violento que incluía bombardear pozos petroleros, entre otras acciones que garantizarían un rescate rápido, según los cálculos. El inconveniente se presentó con la entrada del Ejército Rojo, un imponderable que forzó la redefinición de los planes para la penetración en la embajada y el salvoconducto para los diplomáticos y funcionarios del personal administrativo, pues ocurre que algunos analistas -incluso una reseña de Wikipedia- señalan que la intervención militar soviética en Afganistán no solo pretendía preservar el gobierno afgano afín a Moscú, sino evitar una posible incursión militar estadounidense en Irán. Visto este elemento, una respuesta militar de Estados Unidos a la crisis podría provocar una confrontación directa entre los dos colosos; el oso y el águila forrados de ojivas nucleares y actuando en un escenario regional envuelto en conflictos, lleno de múltiples intereses y actores con agendas propias, contrario a lo ocurrido en 1962 y la crisis de los misiles.
El acontecimiento sólo melló la imagen de Carter, porque Estados Unidos quedaría intacto en lo relativo a su liderazgo; es más, a partir de entonces, como producto del estancamiento soviético atribuido a la gestión de Brézhnev y el posterior fracaso en Afganistán, EE.UU. comenzaba a construir la unipolaridad que dejó al planeta en manos de “América”. Entonces solos y a sus anchas, a partir de Ronald Reagan comenzaron las reformas estructurales de que ya hemos hablado, centradas en desregulaciones financieras, laborales, comerciales; y el “desmonte” del Estado, incluyendo la deslocalización de las empresas, que como he referido antes, fue un error de cálculo que abrió las puertas a países en vías de desarrollo o emergentes que se fueron convirtiendo en actores de primera línea, como China, Rusia -como heredera de la URSS-, India, Singapur, Indonesia e irán. Es decir, que su victoria en la Guerra Fría -como también he dicho en otras ocasiones- fue construyendo su derrota de largo plazo, porque gestionó de forma equivocada su liderazgo único pensando que podía controlar un mundo cada vez más complejo, desprotegido y a merced de un capitalismo voraz que comenzó a generar riquezas que se acumularon en pocas manos bajo la complicidad del Estado mínimo diseñado desde el Consenso de Washington, un diseño que comenzó a despertar a las fuerzas progresistas que habían perdido sus referentes populares.
La convergencia de acontecimientos en 1979, marca a ese año como clave para el inicio de los cambios que se han producido en el escenario geopolítico, pues a la Crisis de los Rehenes de noviembre de ese año que trajo a Reagan y sus reformas de impacto global, se le une la invasión del Ejército Rojo a Afganistán, la que puso en evidencia la decadencia de la URSS y que, definitivamente, contribuyó mucho con su aceleración. El hecho menos notable en términos mediáticos y que se suma a los dos mencionados, es el que impulsó Deng Xiaoping en China; aquellas reformas estructurales que dieron apertura a los mercados desde un esquema de Estado fuerte capaz de controlar las distorsiones que éste genera desde la interioridad de su naturaleza, expresada en las ganancias, en su afán por maximizarlas; porque el fin es la generación de riquezas como propósito en sí mismo para lo que se instrumentaliza a los individuos, contrario a la lógica de lo que el gigante asiático ha definido como Economía Socialista de Mercado, cuyo centro de atención es la gente; esto es, poner a la economía al servicio de los seres humanos y no a los seres humanos al servicio de la economía, como se plantean las políticas neoliberales que, por esta dinámica propia de su esencia capitalista, coloca a los dueños del capital por encima de las instituciones que pasan a estar al servicio de sus intereses.
A partir de entonces -1979- Estados Unidos inició la celebración de su éxito hacia la unipolaridad, la Unión Soviética el declive hasta su desintegración y China su camino hacia el frenesí económico, una ruta que comenzó a transitar a pasos tan acelerados que Ted C. Fishman, en su libro “China S.A / Cómo la nueva potencia industrial desafía al mundo” inicia la introducción para la edición en español en 2007 -la primera edición fue en 2005- afirmando que China hoy día “está en todas partes”. Y tan en todas partes estaba ya para entonces, que en el capítulo 6, el autor afirma que “ahora que los chinos viajan por todo el mundo en gran número, a menudo regresan a su casa con la agridulce percepción de que todos los “souvenirs” que hay en el extranjero están fabricados” en su país. Y es que, como asevera en la citada introducción: “Propulsada por el sistema económico a gran escala que más rápidamente cambia, influye en nuestras vidas como consumidores, trabajadores y ciudadanos”, e insiste diciendo que “las palabras MADE IN CHINA son tan universales como el dinero: el país confecciona más ropa, cose más zapatos y ensambla más juguetes para los niños de todo el mundo que cualquier otro país”.
Pero no era se trataba solo de ropa y zapatos, él advertía que a medida que el gigante asiático iba ascendiendo en el ámbito de la tecnología el país se convertía en el fabricante más grande del mundo de la electrónica y, ya para entonces, fabricaba más televisores, reproductores de DVD y teléfonos móviles que cualquier otro país. Señalaba también el hecho de que China de manera sorprendente se introducía “con celeridad y pericia en la producción de biotecnología y ordenadores”. Esta descripción lo condujo a asegurar que ningún otro país había registrado antes “una tendencia mejor escalando todos los peldaños del desarrollo económico de una vez”, y, amparado en este juicio, confesó estar convencido de que “ningún otro país interviene en el juego económico mundial mejor que China”, que “ningún otro país impacta en el orden económico mundial como lo hace” el país asiático. Luego llama a dar “una ojeada superficial a las noticias para saber que algo grande se avecina en China”. Así pues, que, de aquellos 444 días de cautiverio en Teherán, de la intervención del Ejército Rojo en Afganistán y las reformas de Deng Xiaoping, todo en 1979, pareció germinar la semilla de estos impactantes cambios de los que habló Fishman en 2005 y estamos viendo hoy con más claridad que como él los vio.