La abuela dictaba: “Haz lo que yo digo, pero no lo que yo hago”. La nieta se preguntaba: “¿Será que los adultos se creen seres superiores, tienen complejo de Dios?” Si la vieja fumaba, ella no podía tocar un cigarrito, aunque ya con 15 años lo había probado en la escuela; si la abuela gritaba malas palabras, la muchacha no debía repetirlas y una vez hasta le dieron un bofetón tan “serio” que soltó sangre (la violencia es una práctica de la vida cotidiana en algunos hogares cubanos).

Aunque la chica sabía que su abuela había tenido, casi a inicios del siglo XX, un segundo matrimonio con un dominicano que, por cierto, no era blanco, la muy maldita le había botado el novio de la casa porque era negro. La anciana imponía un régimen duro y difícil del que ella quería salirse, pues no era sumisa ni boba.

Desde que se fue para la universidad a estudiar becada en Santiago de Cuba, nunca más regresó. Decidió vivir con el novio, a escondidas, claro está. Nadie contaba con ella para nada. “Los niños hablan cuando las gallinas mean”, era el precepto de la casa. Ese era otro de los famosos dichos de una abuela representante de la intransigente educación autoritaria que anulaba el criterio y ahogaba la autoestima.

La niña –que ni tanto era ya–  a causa de la desorientación y la falta de confianza, tuvo relaciones sexuales desprotegidas en la universidad. Faltó la menstruación. ¡Qué horror! Sola, sin nadie en quien confiar. ¿Qué podía hacer? Acudió con mucha vergüenza a su madre y ella, horrorizada, le dijo tajantemente: “¡Que tu abuela no se entere, que nadie en el barrio lo sepa!” El legrado le arrancó su primer hijo y casi le asesina la vida, pues tuvo que ir al salón de operaciones para una revisión de cavidad, ya que le habían dejado restos y por poco termina con una peritonitis. Luego la obligaron a casarse con quien la había “perjudicado”. Casamiento forzoso, matrimonio acabado. Los prejuicios de cualquier naturaleza, la incomunicación intrafamiliar y la falta de confianza y de diálogo diáfano, han destruido la vida de infinidad de seres humanos.

La historia de esa joven me impactó tanto que siempre he hecho un credo de la horizontalidad en mi familia, en todas las dimensiones de la vida, porque pienso que el verticalismo impositivo derrumba. La mejor alternativa es tomar decisiones en el grupo familiar de forma consensuada.

El Padre Varela nos enseñó a razonar y a no aprender ni obedecer miméticamente. La equidad es sinónimo de participar en el rumbo de la vida de todos en casa. La familia cubana ha evolucionado desde los tiempos de aquel autoritarismo de los abuelos, a una educación mucho más incluyente. Sin embargo, no son pocos los padres, ansiosos por las carencias materiales, que casi no pueden ocuparse de la educación de sus hijos en casa: primero hay que buscar qué comer.

No existe una institución para enseñar a los progenitores a educar a los hijos, ni las recetas sirven igual para todo el mundo. Debieran existir escuelas en las cuales enseñaran a ser padres-educadores de los humanos del mañana. La formación de las personas empieza por casa. Cada madre y padre educa según lo vio hacer, con patrones autoritarios muchas veces.

Poniendo en práctica tales reflexiones, llamé a mis hijos a una reunión familiar, para decidir de las tres opciones de apartamentos que tenemos para mudarnos, por consenso, cuál nos convendría más, porque otra vez decidimos emigrar. Como es costumbre, ya no hacemos absolutamente nada sin convocar un encuentro entre los tres, donde cada uno tiene derecho a opinar y proponer la mejor alternativa, sin limitar la libertad individual. Después de un diálogo de ventajas y desventajas, llegamos al acuerdo. No tomo decisiones que no sean consensuadas, pues no tengo súbditos sino hijos inteligentes que deben aprender a hacer ejercicio del criterio, a equilibrar lo positivo y lo negativo, y a asumir las consecuencias de sus actos. Muchos me han calificado de “madre permisiva”. Y qué importa si hoy mis hijos y yo somos amigos y confidentes.

“Los adoro”, les digo; pero cuando se equivocan hay reflexión y hasta regaños, como consecuencia por sus errores. Creo en la educación familiar por compromiso y en diálogo horizontal. Por eso practico la educación basada en el razonamiento, el comprometimiento sentimental y la responsabilidad; no en un autoritarismo irreflexivo de “ordeno y mando”, que convierte a los hijos en subordinados y esclavos, sin derecho a voz ni a voto.

Me recuerda los tiempos de inicios del siglo XX, cuando los niños no podían estar en las conversaciones de los adultos, sino que debían ir para el cuarto, según nos contaba mi abuela. Bienvenidos sean nuestros adolescentes con sus nuevas ideas, creatividad y alto nivel de información gracias a la Internet, redes sociales, televisión y otros productos de las industrias culturales. El diálogo intrafamiliar participativo es un maravilloso espacio para educarlos y aprender de ellos.

No marginarles, hacerles partícipes de la vida del hogar y mostrarles que su criterio es importante, les ayudará a ser independientes, responsables y ciudadanos de bien. Es aconsejable ser tolerantes sin llegar a la permisivilidad, sin transgredir principios morales. No se trata solamente de decirles “no se puede”, sino de argumentarles las razones y consecuencias del por qué “no se puede”.

Hay que enseñarlos y entrenarlos en la aceptación consciente y racional de las críticas, a incorporarlas para modelar su conducta. Como cualquier habilidad cognitiva, el ejercicio del criterio no solo se aprende, también se practica. Aprendamos y ejercitémonos en asimilar e incorporar las críticas en cada acción, a escala individual, grupal y societal. Seremos mejores personas de lo que somos hoy.

Las historias familiares nos dan lecciones de vida, y las historias de vida nos brindan enseñanzas del curso de una sociedad. Los patrones de educación familiar van cambiando según se desarrolla la sociedad con sus nuevas tecnologías y sus más altos niveles de instrucción. De aquella joven que les relaté queda la anécdota contada y una vida amargada sobre la que ella se impone aún, con su optimismo cubano, para seguir la “lucha diaria” por sus hijos y su porvenir.