El acoso, en sus inicios, parece un comportamiento inofensivo. En el caso especifico de un hombre que comienza a decirle “cositas” al oído o a fijar miraditas circundadas de asomo de sonrisa a una mujer soltera o con pareja, a menudo compañera de trabajo, de estudios o de lides políticas o de servicios a la comunidad o a la iglesia y, en ocasiones vecina, su faena de galantería  hasta lograr una seducción completa, sin previamente hacerle insinuaciones o proposiciones sexuales valiéndose de un lenguaje explicito, nunca hubo  toques, pellizquitos  o roces descarados a sus pompis, amenaza, coacción, persistente molestia y mucho menos aguajear con los amigos o en el vecindario de que ya es un hecho que “ella está en eso” puesto que nunca esa mujer ha rechazado su acercamiento, pues hasta ahí nadie puede acusarlo de acoso, a menos que ella pretenda crear un escenario de victimización.

En cambio, si el pretendiente actúa para que su supuesto lance de conquista genere escándalo, presión, inseguridad, chantaje, ansiedad y preocupación o mella de la reputación  que tenga la mujer objeto de su deseo, entonces el acoso es claro. Pero además inaceptable, indignante y patológico.

Hasta el 1970, fue excepcional que la acusación de acoso sexual o laboral apareciera en los medios de comunicación. Claro, eso no quiere decir que el fenómeno no existiera, solo que rara vez se denunció dándole un carácter de violencia psicológica o de intromisión molestosa al espacio de intimidad de una mujer como ocurre ahora. Todo cambió a partir de aquel año cuando la OIT asumió el acoso laboral como un abuso de los patronos contra empleados suyos usando como mampara la relación de poder.

Poco después, en 1974, explotó en Estados Unidos el famoso caso “Watergate”, el cual sirvió de punto experiencial a los psicólogos sociales y clínicos que a partir del año siguiente empezaron a llamarle al fenómeno el efecto “Marta Mitchell”, en honor a la esposa de un general del pentágono que desde antes de Richard Nixon llegar a la presidencia, ella insistía en denunciar entre su círculo de amigos que desde la Casa Blanca se estaba espiando, ilegalmente, a  diestra y siniestra. Cuando sus comentarios llegaron a oídos de la CIA, la Agencia de Seguridad Nacional y el FBI, esas agencias no le dieron crédito y concluyeron que la mujer mantenía una campaña de acoso contra militares de alto rango que pugnaban contra su esposo también general y pensaron que aquello eran delirios de la mujer. Cuando se publicó la acción de espionaje en “Watergate”, también salió a la luz lo que por varios años decía Marta Mitchell la esposa del general Mitchell quien fuera uno de los siete  implicados y condenados por espiar a “Watergate”.

A principios de los ’70, el Movimiento Feminista, que ya se extendía como el fuego bajo la hojarasca seca, usó el sentido de la oportunidad a  favor de su causa, y como Estados Unidos es una sociedad criptomnésica, es decir, gente que tiende a experimentar un hecho, una idea o fenómeno nuevo como de su propia factura aunque no lo sea, pero lo impulsa hasta provocar un cambio o un nuevo enfoque de una tendencia, pues hoy basta con que un hombre le dé una  miradita escrutadora a una mujer o que mientras conversan le roce un brazo, es motivo de una acusación de acoso sexual. De modo, que al gobernador de Nueva York, Andrew Cuomo,  “le cayó gas…..”

Señores, aclaremos las cosas. Si una mujer acepta gustosamente de un hombre, sea éste o no su jefe, un amigo, su pastor o vecino enamorado, obsequios frecuentes, “ayuditas” para comprar el gas  o pagar la factura de la luz o el alquiler de la vivienda; le paga el costo de los arreglos y gasolina del vehículo  que tenga, si aplaude que él le regale un celular de quince mil pesos y también la factura, y además acepta periódicos  “regalos” para llenar su closet, luego  si ese “buen hombre” le propone una y otra vez, aunque sin perder la cordura, que vaya con él al “Bora-Bora” para poner a prueba “las tentaciones de la carne”, esa mujer no puede fingir  inocencia ni sorpresa y acusar a ese “buen hombre” de acoso, pues se hace evidente que lo que él quiere es “recuperar” algo de su  “inversión”. No confundamos a “Juan Cobra con Juan Bobo” que no somos locos.

Para que haya acoso no puede haber tanta “generosidad” de por medio y menos aún si esa mujer tiene una geometría corporal capaz de interrumpirle el paso a un presidente o a un obispo santurrón. De esas mujeres que tienen tanto para atraer miradas de codicia que, como decía Máximo, un difunto gay que fuera mi compañero de aula del bachillerato en la década del 1950, “ella es mi competencia, pero está tan buena, que hasta a mí me gusta esa malvada.”

Pero ¿cuál es el problema del acosador sexual? Su comportamiento es muy distinto al acosador laboral, religioso o étnico. Frecuentemente, el acosador sexual tiende a desesperarse y torna en prisa y exigencia impostergable lo que quiere de una mujer, por eso es capaz de agredir, calumniar,  invadir la intimidad o el hogar, difamar la mujer; desafiar o agredir el marido, parientes y hasta asesinar la mujer victima de su acoso. Ese clase de acoso cae en el ámbito patológico.

Incluso,  intenta controlarla y mediante acechos y amenazas, impide su movilidad. Todos estos son síntomas maníacos y el individuo con síntomas de trastorno de  la personalidad es común que se muestre con un comportamiento egosintónico, o sea, que él no sufre ni concibe que otro sufra por lo que él hace; al contrario, cree que si él se vuelve imprudente, necio,  fastidioso  y malvado, la mujer es la única culpable porque rechaza involucrarse con él. Si ella cediera al acoso y va con él al motel “El Gustico”, pues su acoso no termina  ahí sino que se remoza puesto que a su  conducta maníaca el acosador solo le pone freno con cárcel o cuando paga una indemnización económica respetable.

Si una mujer no quiere ahogarse en la peligrosa e insufrible piscina del acoso sexual, debería evitar recibir frecuentes obsequios, préstamo de dinero no reembolsable  o garantía de préstamos bancarios y exageradas atenciones de un hombre que la pretende, porque no es por pura casualidad que los hombres seamos extremadamente generosos y atentos pero solo con aquella mujer que está  súper buena. De ahí, que le aconsejo que lean y recuerden esta coplita de un decimero de Altamira:

       Decía el cura Santelises

       Que de mujeres sabía muchísimo,

       Que ellas simulan que no se enteran

        Que las manos que dan…. esperan