El pasado primero de mayo se inauguró la Expo Milano 2015, cuyo tema es: Alimentar al planeta, energía para la vida (nurrire il pianeta, energia per la vita, en italiano). Una propuesta que nadie se atrevería a señalar, muy a modo con las tendencias de este milenio: alimentos orgánicos, energías limpias, cuidemos la casa de todos, etc., etc. Los organizadores rematan su demagogia con “La sustentabilidad alimentaria y sus desafíos”.
Sin embargo, el inicio de la Expo se vio afectado por violentas protestas que desencadenaron en enfrentamientos con la policía (11 heridos, 10 detenidos, cuantiosos daños materiales). Los manifestantes criticaban la participación de las gigantes transnacionales alimentarias, puesto que resultaba contradictoria con los objetivos trazados.
El mismísimo Papa Francisco había dicho que la Expo, que pretendía mejorar la imagen de Italia se hundió en “la paradoja de la abundancia. Obedece a la cultura del derroche y no contribuye a un modelo de desarrollo equitativo y sustentable”.
Alimentar el planeta, dicen los organizadores, sin olvidar a ninguno de sus habitantes, quisiera suponer. Al respecto el escritor y periodista argentino Martín Caparros en su libro « Hambre » (Ed. Anagrama 2014) menciona que cada día mueren 25 mil personas por desnutrición; no se trata de un problema de desabasto, sino como lo señaló el jefe del Vaticano de inequitativa distribución. Según sus cálculos se producen alimentos para satisfacer a 12 mil millones de personas, siendo que la población es de unos 7 mil millones.
Caparros viajó por Bangladesh, India (país campeón en muertes por hambre), Sudán, Kenia, pero también por Estados Unidos y España. En todas las geografías había un hilo conductor: gente sin oportunidad de poder llegar a ser por carecer de lo más elemental. Rincones marginados, pobres al extremo; territorios azotados por sequias o guerras pero tampoco se olvidó de los suburbios lastimeros de Chicago ni de los niños malnutridos de su natal Argentina. Así, con su prosa clara y contundente nos relata tragedias cotidianas en seiscientas páginas y concluye que la humanidad ha fracasado.
Qué pensará Caparros del objetivo de la Expo, del rimbombante nurrire il pianeta: ¿derroche comercial para conseguir el triple de lo invertido, propuestas serias para combatir al hambre desde sus orígenes, efímeras y etéreas promesas?
En contraparte, qué pensará México de la situación planteada en dicho libro que, pese al magnífico pabellón que montó en más de mil 900 metros cuadrados, cuyo diseño representa al mítico maíz, nunca se acuerda de sus muchos grupos indígenas; de los tarahumaras que cada invierno sucumben en las agrestes cañadas de Chihuahua. Y de los campesinos que se ven obligados a vender casi gratis sus parcelas, donde después se construirán exclusivos campos de golf.
Se acordará Francia de Níger como lo hace Caparros, de donde obtiene cada año toneladas de uranio a precios más lacrimógenos que irrisorios, mientras que esa antigua colonia francesa no tiene sistemas de riego dignos de ese nombre que le permitan evitar los meses de escasez entre cosecha y cosecha de mijo (cereal base de su alimentación). Espero que la potencia europea no sólo se regodee por lo lindo que les quedó su pabellón: un jardín versallesco y laberintico que nos conduce a la idílica campiña. Ojala y sus pensamientos no se limiten a la próxima Cumbre sobre el Cambio Climático que organizará en Paris en diciembre próximo, en la cual el gobierno francés desea mostrarse innovadoramente responsable.
Pese a todo a quién no le gustaría darse una vuelta por Milán y pagar, a regañadientes, los cuarenta dólares que cuesta la entrada. A quién no le gustaría pasear por sus pabellones, por el italiano por ejemplo, que nos recibiría con árbol monumental, sorprendente. El árbol creador de donde surge el vivero del futuro –según los mercaderes, digo, los organizadores. Caparros acusa que al capitalismo le sobran los millones de seres que mueren año con año. Quisiera pensar, ¿cándidamente?, que a la Expo no.