Al Padre Angel le veíamos acercarse por el pasillo con paso ligero y veloz, casi era la hora de su clase de literatura a mi grupo del Colegio San Judas Tadeo; nadie sabía cual sería su ocurrencia del día. Todos esperábamos con ansias que llegara su hora de clase. En algunas ocasiones lanzaba el cigarrillo que venía fumando al zafacón, en otras impávido entraba envuelto en su humareda. Nunca pudo dejarlo, tampoco me parece que hiciera demasiado esfuerzo, así era él, -algún vicio tenía que tener-, decía. Era la década de los 80s, y el tiempo previo a los avisos sobre los efectos del cigarrillo en la salud.
A veces llegaba de buen humor a impartir clase, otras veces de un humor fatal; no obstante, siempre sucumbía ante las travesuras de alguno de mis compañeros de clase y no le quedaba más remedio que reír. Y eso sí, se reía a carcajadas y disfrutar cada minuto de su clase de 1 hora. Su sonrisa tenía la marca del fumador, al igual que sus manos. En ese entonces tenía 33 años, -la edad de Cristo- afirmaba. El cigarrillo lo enfermó con el tiempo.
Fue un gran maestro. Su vida sin dudas rindió fruto, se dio por entero a todos quienes pasamos por su clase. Decir que sólo enseñaba literatura no le haría justicia, la verdad es que fue un gran guía y mentor durante la adolescencia de todos sus alumnos.
Nunca olvidaré que con motivo de un trabajo de literatura, llamó a mi casa, y a la de mi compañera Virginia, para reclamarnos que dicho trabajo no estaba a la altura. Nos indicó que debíamos rehacerlo y entregarlo a la semana siguiente. Y así fue, nos dedicamos ese fin de semana, y le preparamos un trabajo que mereció una calificación excelente. Era sobre el Lazarillo de Tormes. Nos reconoció en la clase por dicho trabajo, y en privado nos dijo: – ven como tenía razón-.
Cuando alcancé su clase, ya profesaba un gran amor por los libros y la lectura. Mi afición por la lectura nació temprano, no obstante, el Padre Ángel consolidó y ahondó ese amor. Nos recalcaba que no daba igual cualquier lectura, que debíamos importantizar la literatura.
En ese proceso, y durante todo un año escolar nos fue mostrando los distintos modos de contar historias y vidas de otros tiempos y lugares, haciendo énfasis en las novelas clásicas del idioma español, sin dejar fuera a los autores del “boom latinoamericano”.
Su enseñanza del análisis de obras literarias, en el que concentró el año escolar, nos obligaba descubrir los múltiples mensajes e historias paralelas que cuentan principalmente las novelas, su género literario favorito, a comprender el desarrollo de los personajes, apreciar su carácter, entender el contexto del autor, sus ideas, su historia y cómo se reflejaba la misma en la novela.
No exagero al afirmar, que no hubo uno solo de sus alumnos durante prácticamente 30 años de enseñanza escolar que no haya sido positivamente impactado y cuya vida no haya resultado enriquecida por la apreciación de la literatura.
“Flaca” me decía de cariño, cuando quería hablarme en plan amigo. ¡Cuántas horas de charla afectuosa y llena de sabiduría! Me repetía incansable que esperaba lo mejor de mí, que tenía mucho que ofrecer.
Era verdaderamente inesperada su relación con nosotros sus alumnos, entendía bien a cada uno, y no era para nada solemne ni distante en su trato, soltaba un “san antonio” como quien decía berenjena sin inmutarse. Se hizo nuestro amigo de una manera sencilla y afectuosa. Era sumamente estricto cuando tenía que serlo, pero su inteligencia emocional le permitía conectarse.
Nos inculcaba valores, de esos que hoy lucen “vintage”, como la lealtad, la excelencia, la sinceridad y la honestidad.
Nunca olvidaré que un día de tantos, en que se formó un alboroto entre los varones de la clase, porque algún profesor no había llegado. El Padre Ángel entró al aula, y con su sola presencia comandaba disciplina; en menos de un segundo se podía escuchar hasta nuestra respiración.
Inquirió quién había comenzado todo el desorden. Advirtió que nos quedaríamos todos castigados. La clase se sumió en silencio, nos mirábamos unos a otros, nadie pronunció palabra alguna. De repente, uno de mis compañeros sucumbió a la presión y delató al compañero que supuestamente había iniciado el alboroto. Padre Ángel lo miró y le dijo severamente, -ahora el castigado eres tú, por “chivato”-. Ese día sin dudas que aprendimos tremenda lección de vida.
Consulté al Padre Ángel cuando recibí mi resultado del test de aptitudes para elegir una profesión. Me dijo, a mi me gustaría que fueras periodista, pero si te llama más la abogacía adelante, más nunca te olvides de escribir.
Siento que fuimos sumamente afortunados al haber sido educados en el Colegio San Judas Tadeo, para ser personas libres y buenas. Siento que esa impronta aún permanece en nosotros.
Padre Ángel fue el corrector de estilo y redacción de mi tesis de grado. Recuerdo que lo hizo con mucho afecto y orgullo. Nos inculcó el amor por el buen uso del lenguaje.
Mis hermanos Cristina y José Antonio le profesamos gran cariño. Mi madre estuvo intrigada por conocer al famoso Padre Ángel. Quería conocer a ese “cura moderno” que fumaba, decía sus “san antonios”, era amistoso y exigente a la vez; por quien sentimos tanta admiración y afecto. Quedó contagiada de afecto y él desde siempre le profesó gran respeto y admiración.
Nos quiso como familia, y a cada uno en modo individual. Siempre nos hizo sentir que éramos especiales para él. La verdad que a todos sus alumnos nos hizo sentir así. Cada uno de nosotros fuimos especiales para él. Siempre miraba a los ojos, y con una mirada te descubría el alma, y te revelaba la suya.
¡Hasta siempre querido Padre Angel!