Los privilegios que otorga el gobierno a personas y empresas, distorsionan el derecho natural a la igualdad de una organización social y política de hombres libres. Estos definidos como individuos conscientes que su primera propiedad privada es la de su cuerpo y que la tierra se adquiere siendo el primero que la transforme o, como en la propiedad sobre los demás bienes, por el libre intercambio.
En ese contexto, no hay posibilidad de otorgar, al grupo de individuos que pasará a formar parte del gobierno, poder alguno para alterar esos fundamentos. La prueba es que no hay precedentes de hombres libres llegando a un consenso para entregar voluntariamente su libertad y sus bienes a un gobierno comunista o a dictadores fascistas. Estos sólo surgen de la imposición violenta de genocidas. Un gobierno estrictamente limitado a preservar las libertades de los individuos que le dan origen, es la única forma consistente con sus derechos naturales. En vía contraria tenemos los de poder desbordado para gravar con impuestos confiscatorios, asegurar rentabilidades o sustento a determinados grupos privados e impedir el libre intercambio con regulaciones y sanciones. También andan al revés los que castran la autodefensa prohibiendo la tenencia de armas, establecen servicio militar obligatorio o conscripción para guerras de agresión y criminalizan decisiones individuales con respecto a que adorar, leer, ver, escuchar, comer, beber, fumar, inyectarse o inhalar.
Hombres libres formando desde cero un gobierno, no van a permitir que sus iguales pasen a ser gestores de monopolios públicos en actividades económicas o que las distorsionen, estableciendo reglas sobre los contratos entre las partes que alteren la formación de precios libres, en el mercado laboral o de bienes. Sería un absurdo. Tampoco permitirían que los que están en el gobierno apliquen discrecionalmente las atribuciones a las que se les ha delegado poder, que demuestren incompetencia como norma en su ejercicio o vulneren con impunidad los derechos naturales que estaban llamados a proteger.
La misión fundamental de un gobierno en armonía con los derechos naturales de los gobernados es preservar el único orden en que generar y acumular riquezas depende de la libre elección de los consumidores: libre mercado y competencia. Es en éste donde empresario es cualquiera que arriesga sus bienes para lograr vender un bien o servicio transformando otros bienes. Para producir debe competir por los insumos y el personal que requiere su proyecto, en una subasta diaria en que se van formando los precios. A las personas que contrata tendrá siempre que avanzar remuneraciones no reembolsables, antes de comenzar a recibir beneficios y sin importar o no que los reciba. Ese es uno de los riesgos que asume. La libertad de contratación, en consecuencia, es parte fundamental de este engranaje. No hay espacio para un salario que salga de hacer un trío activo en algo que el orden natural requiere una pareja.
La referencia que se hace a “conquistas” queda bien cuando se refiere a salarios mínimos vinculados a costo canasta básica y a que el empleador asuma costos de decisiones que deben ser exclusivas del trabajador, como ahorrar para su pensión, gastar en proveedores de servicios de salud y seguros en la eventualidad de quedar cesantes. Estos “logros” son batallas ganadas manipulando el poder político, que favorecen a los que están empleados y destruyen oportunidades de crear nuevos. Los beneficios para los asalariados son sólo temporales, porque se impone la regla de unirse “hasta que el pasivo laboral nos separe”. Puestos de trabajo que se pudiesen crear a niveles salariales menores a los abultados por los otros costos de nómina, sin embargo, no aparecerán o tendrán lugar en la informalidad.
Las motivaciones para estas conquistas, además, con frecuencia están en que los trabajadores buscan compartir los beneficios que derivan empresas públicas o privadas, cuando las amparan legislaciones que les permiten rentas monopólicas. En estos casos, la conquista laboral se resume a tener una mayor participación en los frutos que deja la explotación al consumidor. Es éste que termina, por un arancel proteccionista o una concesión pública monopólica, pagando por productos de inferior calidad a precios mayores. Nunca he visto a un sindicato pidiendo que se recorte la protección efectiva a una industria, se quite el monopolio a la empresa donde laboran o protesten por el intento de las compañías que les pagan, para congelar las licencias de operar en el sector.
Cuando el éxito o el fracaso de una empresa dependen de la libre elección de los consumidores, son éstos quienes determinan la distribución del ingreso. El origen de la riqueza de un empresario exitoso no deja lugar a dudas: los consumidores valoran mejor sus productos que los de otros competidores locales o de los extranjeros, que se pueden importar en condiciones de libre comercio. Pero la distribución entre ganadores y perdedores es cambiante. Nadie está en el tope por una decisión política o administrativa. Se definen las fortunas por las valoraciones subjetivas individuales de consumidores que buscan maximizar su utilidad por peso gastado. Por este proceso de selección natural, en consecuencia, gobiernos que forman hombres libres nacen sin la autoridad para alterar los resultados con esquemas redistributivos. Los empresarios libres arrancan con igualdad ante la ley, pero terminan con resultados diferentes. Forzar la igualdad de resultados de forma coercitiva es anular el voto de los consumidores y los efectos positivos de la competencia. Surge el parasitismo empresarial y se mata la innovación, al no poder disfrutar sus beneficios.
Cuando es la monarquía, el dictador o el gobierno democrático el que reparte privilegios para asegurar la rentabilidad de una actividad económica o socializar las perdidas en caso de que ocurran, estamos en el mercantilismo; no en el capitalismo de mercados libres y competitivos. Entender la diferencia es crucial. El problema de América Latina es el mercantilismo, un sistema donde la distribución del ingreso depende de las decisiones políticas, no de los consumidores. Es curioso ver al mismo gobierno que provoca este resultado, criticando la desigualdad y formando un complicado entramado de asistencialismo para corregirla. En el mercado libre, donde éxitos y fracasos son privados, la solidaridad con los menos afortunados es una decisión voluntaria de los individuos. La evidencia histórica es que filantropos, mecenas y buenos samaritanos nunca han faltado. Para mitigar riesgos, además, se han creado diversos productos de seguros o esquemas financieros que se adquieren con primas ajustadas a las probabilidades de ocurrencia.