Las revelaciones sobre abusos sexuales sacerdotales son tan comunes y corrientes que se han vuelto casi rutinarias, un item más en el noticiero cotidiano, como Trump o Venezuela. Lo mismo pasa con las críticas a la incapacidad de las altas esferas eclesiásticas, con el Papa a la cabeza, de transcender los actos de contrición y las promesas vacuas y enfrentar de una vez por todas el problema con seriedad y reglas claras. Nada de esto pasa en la República Dominicana, claro está, donde las denuncias de pederastia sacerdotal se pueden contar con los dedos de una mano; donde los violadores, con poquísimas excepciones, gozan de la más completa impunidad (1); y donde los principales medios de comunicación son “tímidos” a la hora de investigar, denunciar o criticar estos hechos.
En esto pensaba hace unos días cuando leía la investigación periodística de El País sobre uno de los tantos casos de abuso sexual sacerdotal que ese diario ha venido reseñando en los últimos meses, esta vez el de un marianista que a lo largo de tres décadas abusó de más de una docena de niños en dos colegios de Madrid (2). Este caso se parece mucho al de un colegio católico de clase alta en Santo Domingo, donde los abusos sexuales de alumnos por un sacerdote pedófilo se prolongaron durante años y años, sin que ningún padre/madre se atreviera nunca a denunciarlo públicamente y sin que las autoridades eclesiásticas intervinieran para poner fin al asunto. El miedo al escándalo social, el “respeto” a la Iglesia que protege a estas bestias, el temor a enfrentar la impunidad descarada que ampara a los delincuentes de toda calaña en nuestro país han podido más que el deseo de proteger a sus hijos y, sobre todo, de proteger a las víctimas futuras de estos curas criminales y de los superiores que los encubren.
Por supuesto que éste no es el único caso sobre el cual han circulado rumores durante años, y a juzgar por las cifras de otros países, donde judicaturas y medios independientes han puesto al descubierto miles de situaciones similares, en República Dominicana debe haber muchos más. ¿Hasta cuándo va la sociedad dominicana a seguir ocultando estos crímenes? ¿En cuánto colegios más han ocurrido y siguen ocurriendo hechos como éstos? ¿En cuántas parroquias, en cuántos orfanatos, en cuantas catequesis y clubes de jóvenes?
¿Es que todavía no nos damos cuenta de que la Iglesia nunca, en ningún lugar del mundo, ha tomado ella la iniciativa de poner fin a los abusos y a los encubrimientos? ¿Qué siempre ha apelado a la mentira, a las triquiñuelas legales, a las presiones políticas y al soborno de las víctimas para proteger sus intereses y lo que le queda de prestigio? ¿Que los actos públicos de contrición y las promesas demagógicas solo aparecen cuando han agotado todos los recursos del encubrimiento y se ven arrinconados por los procesos judiciales y la opinión pública enfurecida?
Pareciera que no hemos visto a la Iglesia, una y otra vez, en país tras país, actuar como una pandilla de malhechores, siempre dispuesta a colocar sus intereses por encima del bienestar de los niños abusados. Qué todavía no nos enteramos de los muchos obispos que insisten en calificar estos hechos como “pecados”, a resolverse en el confesionario y no en el tribunal de justicia, y de los muchos otros que niegan de plano la gravedad y hasta la existencia del problema.
Será que no hemos aprendido nada de lo sucedido en EEUU, en Irlanda, en México, en Chile, en Australia, en Alemania, en España, en Francia; de lo que sigue sucediendo y se sigue denunciando en cada vez más lugares del mundo; de la bola de nieve que no para de crecer y ahora también incluye a las novicias y monjas violadas en multitud de países.
El silencio de los afectados y de la sociedad dominicana en su conjunto nos obliga a reflexionar sobre la importancia de contar con un sistema de justicia independiente, capaz de resistir las presiones del poder, ya sea político, económico o eclesiástico. Sobre la importancia de contar con una prensa al servicio de la ciudadanía y no de los intereses de sus amos corporativos, sus aliados políticos y sus secuaces clericales; una prensa verdaderamente comprometida con la misión de informar y defender las libertades públicas, que recompense la capacidad y la honestidad de sus periodistas y no la mediocridad y el servilismo de los que se venden al mejor postor.
Estamos pagando un precio muy alto por la conducta vergonzosa de nuestras autoridades judiciales, nuestros medios de comunicación y nuestra sociedad civil ante los horrores de San Rafael del Yuma y ante las complicidades eclesiásticas que permitieron las fugas de Wesolowski y Wojciech (Padre Gil). Por el silencio mediático que arropó -y sigue arropando- estos hechos y seguramente muchos otros. Por no haber reconocido en su justa medida el valor y la integridad de las dos periodistas que denunciaron y documentaron los casos de Higuey y del Nuncio. Por permitir que los verdugos de los medios corporativos, que parece nunca perdonaron el atrevimiento de Edith Febles cuando lo de Higuey, sigan haciendo lo posible por obstaculizar su carrera.
Algunas de las víctimas de pedofilia sacerdotal del prestigioso colegio católico al que hacía referencia al inicio -y sin duda de tantos otros colegios religiosos- ya son hombres y mujeres. Quizás algunos de ellos se atrevan a revelar lo que sus padres, su iglesia y su sociedad no se atrevieron a denunciar. Si lo hacen, la sociedad dominicana estará en deuda eterna con ellos.
Notas
- Ver “Los más graves casos de abuso sexual en la Iglesia Católica dominicana”, https://acento.com.do/2017/actualidad/117584-los-mas-graves-casos-de-abuso-sexual-en-la-iglesia-catolica-dominicana/
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“Los abusos a niños de Manuel Briñas se prolongaron durante tres décadas en dos colegios”
https://elpais.com/sociedad/2019/02/25/actualidad/1551103042_141662.html