La historia de la filosofía puede describirse como la historia de la dupla de conceptos. El pensamiento filosófico regularmente se ha movido en una dicotomía de lo real que posibilitó encontrar dos principios antagónicos desde los cuales tomar postura en su intento de comprensión última del todo.
La mentalidad dualista, en todos los órdenes de discursos, es el origen de este modo de proceder a través de conceptos antagónicos. Si queremos un personaje, en la genealogía de los dualismos griegos, podemos rastrear esta mentalidad dualista hasta Tales de Mileto, de modo implícito, y hasta Anaximandro, de modo explícito. Pero es en el siglo VI a. C. cuando la dupla de conceptos toma mayor vigor en la figura de Heráclito de Éfeso y Parménides de Elea. El primero propugnaba el principio de que todo es cambio (Panta Rei) y que el átomo es la unidad indivisible que posibilita este movimiento permanente de lo material. Por el contrario, Parménides se decanta por la permanencia del ser frente a la superficialidad del cambio. La noción de ser es la quintaesencia del discurso filosófico y se ampara en un dualismo gnoseológico (el ser es lo verdadero, el no-ser es lo falso) que permeará todo lo real y que permitirá las dicotomías alma-cuerpo, razón-sentidos, material-inmaterial, verdad-falsedad…
Lo mismo percibo en Arendt en su tratamiento de las tres esferas de la condición humana a través de las actividades que las distinguen, esto es: la labor, el trabajo y la acción. La esfera privada, el espacio de la nutrición, del mantenimiento de la vida y la protección de lo íntimo (la desnudez del cuerpo y la vivencia del dolor y la enfermedad), es el espacio del cambio frente a la permanencia de la esfera pública, que es el espacio del aparecer frente a la mirada de los otros y de la construcción de cosas que objetivan la subjetividad en la medida en que se transforman en elementos estabilizadores de la experiencia del tiempo humano.
Si nos quedamos dentro del mundo griego, notamos como la esfera privada de la sociedad griega, aunque es la condición necesaria para el mantenimiento de la vida y su ciclo (natalidad, fecundidad, mortalidad) es, igualmente, el espacio restringido para aquellos que no se poseen a sí mismos ni poseen su cuerpo. La mujer y los esclavos debían someterse al implacable devenir de la repetición de la labor, marcada por el régimen de la necesidad y del constante cambio.
Por el contrario, el varón, propietario y mayor de edad, que era estrictamente el ciudadano, estaba dedicado a las labores públicas, esto es, a la vida política en donde el actuar humano es posible porque permanece no solo en un producto tangible, sino imperecedero por el recurso a la memoria. La ejemplaridad del hombre público griego estaba sostenida en este afán de permanencia en el tiempo, puesto que allí era depositada la dignidad cuasi divina de la vida humana.
El cambio y la permanencia delimitan y caracterizan sendas esferas en la sociedad griega, a juicio de Arendt. Lo mismo sucederá en la época actual, con la distinción de que se ha incorporado una nueva esfera, lo social. La vida social es el producto de la especialización de la labor por el trabajo. En definitiva, el trabajo es la mecanización e instrumentalidad de la fecundidad humana redirigida hacia la eficiencia del mercado y su propia sostenibilidad. En otras palabras, el mercado es colocar en público a través del valor de uso y el valor de cambio las cosas creadas para el mantenimiento y disfrute de la vida. Los bienes de consumo y los productos para el uso surgen de esta invasión de lo social sobre lo privado a través de la mecanización del trabajo. De este modo es que construimos el marco de referencia de cosas que dan estabilidad al mundo, en vista a que los productos del trabajo son menos perecederos que los productos la labor.
El cambio y la permanencia son categoriales en el sentido en que lo son los conceptos: permiten clasificar una serie de cosas en grupos más o menos homogéneos. No solo la naturaleza está sujeta al cambio y la permanencia, también la vida.