En los medios de comunicación se despotrica hoy día contra la “invasión pacífica” de haitianos que vive el país. Algunos políticos, por su lado, alertan sobre una posible pérdida de soberanía y desfogan contra la onerosa carga que las parturientas haitianas representan para nuestro presupuesto de salud. Esta situación amenaza la buena relación entre las dos naciones. Nos incumbe, por tanto, enjuiciarla con ecuanimidad y sin prejuicios, buscando soluciones binacionales que eviten el entrecruce violento de las malquerencias.
Nadie duda que entre dominicanos y haitianos existe una antipatía persistente. Sin que esto refleje xenofobia, ambos se profesan una actitud displicente ante el otro. La inquina emana de un devenir histórico plagado de agravios mutuos, con un racismo benigno que provee el telón de fondo. En el caso dominicano perdura la falsa creencia de que los haitianos abogan por una isla indivisible, aunque tanto la primera Constitución haitiana (1801) como la actual (1987) solo se refieren a que Haití es una república indivisible. La ignara interpretación sin duda azuza el fuego de la discordia.
Una apretada síntesis histórica, focalizada sobre los actos de hermandad versus las ofensas mutuas, nos revelan que no debemos azuzar la aversión mutua porque hay culpa de parte y parte (www.dominicanoshoy.com/2014/05/19/meditabundo-hechos-de-haiti-en-la-republica-dominicana/). Nadie podría negar, por ejemplo, que fue Toussaint Louverture, el paladín de la revolución haitiana, quien en el 1801 abolió la esclavitud en nuestra parte de la isla. Luego, y muy a pesar de la oposición de algunos hacendados orientales, el Presidente Boyer lo reconfirmó en 1822 al comienzo de la ocupación haitiana de nuestro territorio. Cualquier valoración contemporánea alabaría ese aporte a la civilización dominicana, a pesar de haberse producido antes de que naciera nuestra nacionalidad.
En el preámbulo de la proclamación de nuestra independencia, Duarte decidió una alianza táctica con los haitianos reformistas de Charles Herard para derrocar, en el 1843, a Boyer. Pero cuando el ya Presidente Herard se enteró de que el verdadero propósito de la alianza era la independencia dominicana, Duarte tuvo que exiliarse rápidamente para evitar ser apresado y enviado a Haití. Entonces hubo ahí una colaboración haitiana en los albores de nuestra independencia, aunque fuera prestada bajo una premisa falsa.
Una ayuda más importante fue la que los haitianos prestaron a la causa de la Restauración. En 1863, el Presidente Geffrard suministró las armas para que los patriotas dominicanos protagonizaran el Grito de Capotillo, un acto que solo así pudo materializarse. Geffrard también ofreció un exilio generoso a varios de los patriotas independentistas que escapaban de la implacable persecución de Santana. Esa colaboración llevó a que en 1867 los dos gobiernos firmaran el primer acuerdo entre ellos y en 1874 el “Tratado de Paz, Amistad, Comercio y Navegación”, el cual disponía que los ciudadanos de un país podían establecer su residencia en el otro libremente. Fue en 1929 cuando se firmó el acuerdo que estableció la frontera actual, cediendo nosotros unos 4,000 kilómetros cuadrados de nuestro territorio.
Pero los agravios del pasado son la mayor fuente de la actual antipatía. El primero fue mucho antes de nuestra independencia y estando la parte oriental bajo el dominio francés. Dessalines penetró en 1805 a la parte oriental, enfurecido cuando el gobernador francés Ferrand dispuso que se cazaran todos los niños negros de menos de 14 años para venderlos como esclavos. Dessalines y su lugarteniente Christophe saquearon ciudades, quemaron iglesias, ahorcaron sacerdotes y degollaron varios miles de adultos y niños, dando un barbárico trato a la población. Para el 1809, el resentimiento de la población por la prohibición que dispuso Ferrand de comerciar con Haití y por la invasión de España por Napoleon llevó a que el hatero Juan Sanchez Ramirez liderara la llamada Reconquista que nos devolvió al dominio de España. Los orientales se sentían ser españoles.
Entre 1809 al 1821, un periodo conocido como “España Boba”, la parte oriental estuvo sumida en la miseria. En ese lapso ocurrieron varias conspiraciones (1810, 1811, 1812) buscando devolvernos a Francia, hacernos independientes o anexarnos a Haití. El desinterés de España por la colonia creó un vacío de poder que el Presidente Boyer aprovechó para ocuparnos en 1822. Contra el “yugo haitiano” hubo resentimientos porque los haitianos quisieron imponer su cultura, crearon onerosos gravámenes y hostilizaron al comercio y a la iglesia. Esos resentimientos dieron origen a la independencia en el 1844.
La guerra por la independencia, la cual duró 12 años y registró 14 batallas, provocó muchos abusos de los haitianos cuando se batían en retirada. Pero en la guerra hubo muchos muertos de parte y parte. Sin conocer los conteos al respecto, se puede asumir que en los combates los haitianos llevaron la peor parte en vista de que fueron forzados a retroceder a su territorio. Souluque, un dictador haitiano que llegó a traer 30,000 soldados en una de sus tres invasiones, posiblemente perdió más tropas que ningún otro invasor haitiano.
Ya en el siglo XX, la “Masacre del Perejil” fue una matanza ordenada por Trujillo en 1937 contra los haitianos que vivían en las fincas agrícolas a lo largo de la frontera. La policía de Trujillo identificaba a los haitianos pidiéndole que pronunciaran la palabra “perejil”, la cual se les hacía difícil de pronunciar porque en creole no existía el sonido suave de la R. El episodio cobró miles de vidas (algunos dicen 5,000, otros 12.000, 17,000 y hasta 35,000). En todo caso, el “desquite” de Trujillo se contrapone al “degüello de Moca” de Dessalines.
El racismo también ha jugado un papel en la mutua animadversión entre dominicanos y haitianos. La esclavitud provocó la infravaloración del negro: los blancos eran dominantes y su poder sobre la servidumbre negra los llevó a creerse superiores. La piel negra se despreciaba como símbolo de inferioridad y las relaciones de poder dieron origen al racismo. De ahí el brutal trato y las humillaciones que muchos amos infligían a sus esclavos, llegando algunos a considerarlos animales. Los haitianos, a su vez, odiaron a los blancos por haberlos vapuleado como esclavos.
Pero hoy día no sería realista pensar que cualquier racismo haitiano se centra en los blancos porque la población dominicana exhibe una amalgama de colores de piel. Cualquier racismo dominicano, por otro lado, es difuso y no manifiesta los rasgos de intolerancia que se ven en otros países. El popular poeta Juan Antonio Alix nos advirtió que llevamos “el negro tras de la oreja”, lo cual explicaría ese benigno racismo. Él quiso decir que la mezcla de razas durante los años de la colonización española produjo un amplio mestizaje de la población. Así, la pureza racial de nuestros “blancos” no es tal: un reciente estudio del ADN de la población actual estimó en 49% la proporción que proviene de África.
Hoy día no viene al caso juzgar cuál de las dos naciones fue la más agraviada. Lo cierto es que muchos dominicanos viven en zozobra de que Haití nos ocupe nuevamente, lo cual es irrealista porque Haití no tiene ejército y sus migrantes están subalimentados. Hemos sido capaces de mostrar nobleza al socorrer a Haití masivamente después del terremoto del 2010, pero hoy día le negamos la nacionalidad a los haitianos nacidos en el territorio si sus padres estaban indocumentados. Necesitamos adoptar una actitud hacia Haití que sea racional y benigna.
Lo reseñado nos compele a aspirar a que exista armonía perenne entre los dos pueblos. Por suerte, el “matrimonio obligado” entre las partes demanda una prospectiva positiva. La inquina mutua debe ser reemplazada por conductas de hermandad y acercamiento y los gobiernos son los llamados a liderar el proceso. Un gran proyecto binacional de desarrollo económico para Haití sería la solución y la próxima entrega propondrá su plausible perfil.