«Cuando la proverbial falta de flexibilidad se combina con la mezquindad del racismo, el resultado puede ser estremecedor y pasmoso». Nelson Rolihlahla Mandela
Si algo limita la comprensión de ciertos sectores en lo referente a tender una mano amiga a Haití, más allá de situaciones con las que hemos atendido a dificultades de orden natural para un pueblo hermano del cual nos separa apenas una línea imaginaria, es la retórica infundada de nuestra supremacía en relación con nuestros vecinos.
Es cierto, pero eso no nos hace mejor que ellos, que desde hace un tiempo están inmersos en una crisis política, socioeconómica y cultural sin precedentes en la historia reciente, y que, pagan como cualquier otro país, la factura de gobiernos corruptos, la incapacidad de sus líderes y la clase social dominante para buscar una salida colectiva a los males que los azotan. Individuos que sufren la indiferencia y apatía de las potencias que los explotan y que viven en medio del caos y la inestabilidad producida por una estela de delitos inconmensurables.
Sin embargo, Haití carga la culpa inexcusable de haber despojado del poder al blanco saqueador y salvaje que, a fuerza del látigo, sumió en la esclavitud al hombre libre, cuyo único error, fue nacer con características antropológicas diferentes. Eso y el marcado tono oscuro de la piel, la poca posibilidad de acceder a bienes materiales producto de su rabia contra el aparato productivo del que se sentían reo, obnubilan a quienes ven en ellos a seres inferiores o no merecedores de atenciones y servicios en tiempos de vacas flacas.
Como ellos, también hemos estado desprovistos de los beneficios que por ley les son inherentes a los seres humanos de naciones en vías de desarrollo. Y, en esta coyuntura sui generis, la vida les coloca en situación de vulnerabilidad y obliga a sus cercanos “nosotros” a extender una mano solidaria, echando de lado los prejuicios construidos por un relato racista incierto, dirigido a fomentar el odio y la división de lo indivisible.
No es discutible, nos unen lazos mucho más fuertes que los contrastes. Nos unen la solidaridad de ayer y las vicisitudes de hoy, nos une la geografía, nos acerca una condición omnipresente en países con necesidades similares. Nos unen tantas cosas, pues como dice Madiba: «En todas partes, las similitudes entre los pueblos pobres son siempre mayores que las diferencias».
El pueblo haitiano, hemos repetido en muchas ocasiones, ha sido carne de cañón para depredadores ideológicos, nacionalistas caducos y patrioteros de los escritorios. Víctima de argumentos laxos y politiqueros que, incapaces de establecer una realidad concreta sobre el tema, aluden a factores sociales propios de los segmentos a los que ellos hacen parecer inferiores, azuzando el desprecio entre los iguales en este patético conjunto humano.
A partir de esta premisa, el círculo permanente de segregación en nuestro país los empuja a representar con mucha más fuerza un “concepto” popularizado por el filósofo Sygmunt Bauman «la miseria de los excluidos», desgracia colectiva que impide una valoración del ser en condiciones de igualdad, que los sume en una especie de limbo normativo e impide, como hemos visto estos días, la posibilidad de recibir atenciones en condiciones sanitarias críticas y otras de índole humanitarias.
No borraremos, si eso es lo que se pretende con esas acciones, la vinculación histórica que acompleja a una secta social segregadora y xenófoba, sin más mérito que infundir el odio hacia personas en condición de desgracia. No hay una cura a la realidad que nos conmina a coexistir con ellos. No alimentemos el odio hacia un pueblo, que para nuestro sector productivo ha sido de beneficio incalculable, gente marginada por ser pobres y negros, el verdadero proletario de nuestro sistema.