A varios años del desastre haitiano, recuerdo el hecho en esta crónica, escrita durante mi visita, algunas semanas después. No es, para nada, consolador consignar aquí que no ha cambiado mucho la cosa.
A las ocho escucho toque en la puerta de mi habitación prestada, y la voz que llama al desayuno, así que apuro mis pasos y me preparo para ir al comedor. Ya es el otro día. Debo partir de retorno. Las muchas horas del anterior, todavía me pesan en el cuerpo. En ruta desde la una y media de la madrugada, manejando mi viejo BM, para llegar a Haití un poco después de las nueve. Aprovecho el café y el pan con huevos para recolectar mis impresiones, ponerlas en orden. Duran más de cien años las desgracias y existen cuerpos capaces de aguantarlas, Haití es soberano ejemplo de lo anterior. Odio a los “expertos” de dos días, a aquellos que llegan con sus mochilas y cámaras fotográficas a “ver” una realidad ajena y luego declararse expertos, capaces de dar consejos y marcar directrices. Son peores los otros, aquellos que llegan con sus salarios en dólares y sus mejores “intenciones”, se pasan par de días, a lo sumo una semana, reprimiendo las ganas de vomitar y sacando al sol su “solidaridad”. Son los peores, así lo creo. Son los que luego escriben tratados y libros y ensayos y recomendaciones; son los escuchados a la hora de la verdad; son los que determinan el “curso de los acontecimientos”. Así que no debo hablar nada más que de lo visto. No soy experto en Haití, sólo he venido unas cuantas veces por muy corto tiempo. Con todo, mis ojos no dan abasto para abarcar la inmensidad de la desgracia, la sin razón de esta calamidad que se cierne sobre un pueblo ya centenariamente sufrido. Un pueblo que, a pesar de ello, se levanta. Tristemente acostumbrado a vivir, no importa qué. Mientras circulaba por las zonas devastadas me preguntaba cómo era meramente posible rodar en un vehículo por calles llenas de escombros y los pequeños espacios vacíos, ocupados por los sobrevivientes; refugios construidos con lo que pudieran conseguir: cajas de cartón, pedazos de tela, fundas plásticas, tablones de madera, hojas de palma cana, zinc oxidado… Y la insondable decisión de seguir viviendo. Me llevo, y es verdad, esa impresión: la de un pueblo grande que se levanta, que se supera al escarnio, que se niega a morir. Una imagen, una sola imagen que logro captar al doblar una esquina imposible, me lo confirma. En refugio construido por ellos mismos, en la calle, posiblemente cerca de lo que quedaba de su casa destruida, una madre baña a su niña en una ponchera. La niña de pie, se ríe y se ríe, sin parar, mientras su madre la moja y la enjabona y la mima. Feliz de estar en “su hogar” que no es más que el amor de su madre. Pero la realidad es tozuda, infatigable, cornuda, despiadada. ¿Era esa su madre, o una tía, o una prima, o una vecina, o algún desconocido que la rescató deambulando por las calles destruidas? No sé. Todo puede ser un invento de mi imaginación, un deseo de “suavizar” las cosas. Porque lo cierto, lo dolorosamente cierto es que hay más de un millón de seres humanos; miles de niños entre ellos; gente del montón; pobres de por siempre; peones de las desgracias; que no saben cuándo tendrán un hogar donde volver, una madre que los cuide.