¿Es Haití un Estado fallido o un Estado débil?

El primero de estos conceptos, failed state, aparece a principio de los 90 en el discurso geopolítico anglohablante, sobre todo en algunos artículos de la revista estadounidense Foreign Policy. Ya había sido mencionado antes de manera esporádica en los 80, pero sin una definición estructurada. El término se utiliza inicialmente para referirse a Estados productos de la descolonización, en situación de posguerra o con serios conflictos internos, tales como Somalia, Sudan, Bosnia, Afganistán, Camboya, pero no para Haití, que es un país independiente desde 1804, que tampoco es el producto de la descolonización después de la Segunda Guerra Mundial, ni mucho menos el resultado del fin de la URSS y el desplome del bloque socialista.

Es más bien a partir de la cobertura mediática del golpe de Estado a Jean-Bertrand Aristide (2004) que de manera sistemática se incluye a Haití unas veces en la lista de Estados fallidos, colapsados, otras en la de los Estados débiles o frágiles.

En el índice de Estados fallidos, creado por el think tank Fund for Peace y la revista Foreign Policy (2005), Haití aparece ya entre los 20 países considerados fallidos, y en esta última década entre los 10 más fallidos del mundo. El término es usado para designar Estados tan disminuidos que no son capaces de imponer su autoridad ni organizar el poder, por tanto, es necesario reconstruirlos o remplazarlos por Estados modernos.  Este discurso, que en el caso de Haití resurge con más fuerza tras el sismo de 2010, ha sido ampliamente cuestionado en el curso de las últimas décadas.

Yo no tendría ninguna dificultad en admitir que en el momento de la catástrofe sísmica del 12 de enero de 2010 tenía alguna pertinencia reservarle a Haití un sitiar en el concurso de Estados colapsados. La tragedia fue de tal gravedad que, para evitar los peor, Estados Unidos se apresuró a enviar sus marinos y asumir el control del aeropuerto, y el Estado dominicano se movilizó para ser el primero en socorrer, sobre todo en el plano sanitario. En ese preciso momento, de crisis humanitaria muy grave, no era pues descabellado hablar de un État failli, colapsado, incapaz de accionar y muy superado por la gravedad de la situación.

Pero no creo que por el hecho de haber caído ahí haya que mantenerlo indefinidamente en esa lista, basándonos fundamentalmente en la estagnación de su económica, la crónica inestabilidad política de más de medio siglo y el estigma alimentado por las recurrentes intervenciones de Naciones Unidas (siete en total, después del fin de la dictadura, incluyendo las militares, policiales y civiles).

Lo que sí corresponde a la realidad es que ese país entra perfectamente en la categoría de Estado débil, frágil, y hay podemos meter a un montón de países, caracterizados por una gran debilidad en términos de gobernanza (ausencia de concordancia entre los intereses de las élites y el resto de la sociedad, a veces  porque una de las partes, o ninguna de las dos, conoce sus intereses), mucha inseguridad y una debilidad estructural para administrar áreas vitales, hacer una buena gestión de los escasos recursos y utilizar la ayuda internacional para su desarrollo. Otros muchos factores vienen a completar ese cuadro de debilidad estatal, amplios niveles de corrupción, emigración creciente, degradación medioambiental, escasísimos servicios.

Otra característica de estos Estados, es que quienes generalmente acceden al poder están muy por debajo del nivel intelectual y moral que requiere un hombre de Estado digno de ese nombre.

Este es un cuadro que se aproxima más a la realidad del Estado haitiano que el de un supuesto Estado fallido, colapsado, que paradójicamente se hace bien presente y activo a la hora de reprimir, y no solo de manera puntual, sino también para organizar la violencia y la corrupción estructural, sistémica, al mismo tiempo que deja el campo libre a la delincuencia y a la violencia callejera.

Admitamos pues que la incapacidad del Estado haitiano para administrar los sectores vitales del país, dotarlo de mínimas infraestructuras y garantizar el orden público, no niega ni su atrofiada existencia ni su capacidad operativa para sostenerse.

Yo me arriesgaría a afirmar que el Estado haitiano está tan bien aclimatado, adaptado históricamente a su condición de Estado débil, que solo una catástrofe de la magnitud del sismo de 2010 lo reduce a un Estado fallido, pero como buen superviviente, se sacude y vuelve a ser lo que es: un Estado débil, ineficaz, pero con capacidad de mantenerse en pie y reproducirse.

No soy partidario de ocultar, maquillar realidades, pero sí de llamar las cosas por su nombre.

La inclusión de un país en la lista de Estados débiles o frágiles constituye ya una pesada carga, que dificulta su despegue, pero su encasillamiento en la categoría de Estado fallido, colapsado, es devastadora, ya que inmediatamente pasa a ser el paria de la llamada comunidad internacional, gobiernos y organismos internacionales se resisten a poner dinero en un Estado colapsado, problemático, inapto para recibir préstamos y ayuda técnica y, lógicamente, pasa a ser el último lugar del mundo donde los inversionistas privados arriesgarían su dinero.

Atónito, veo de manera recurrente en la prensa nacional muchas personas que presentan a Haití como el caso típico de Estado fallido, colapsado, donde no hay nada que hacer; es posible que lo hagan con el mero propósito de alimentar el morbo, pero sea cual sea la motivación, refleja una inconciencia, un desconocimiento de que esto perjudica tanto al vecino país como a nosotros mismos, porque todo lo que obstaculiza su desarrollo, nos afecta a nosotros, en la persistencia de la presión migratoria, aumento de la degradación medioambiental de una isla que estamos condenados a compartir, así como en alejar las posibilidades de enfrentar exitosamente muchos otros desafíos relacionados con el comercio, efectos del calentamiento global, prevención y gestión de desastres, control de epidemias, seguridad, etc.

Deshagámonos de este discurso pernicioso para ambos países, repetir sin cesar que compartimos la isla con un État failli nos perjudica enormemente. Nunca ha sido una buena idea adquirir una propiedad, invertir en un negocio, justo al lado de un vecino problemático. Por nuestro propio bien, comencemos a llamar las cosas por su nombre. Débil o frágil no es una cualidad positiva, pero no tan negativa como fallido, colapsado, que implica estar quebrado, desmayado. En cambio, débil o frágil no es más que una carencia de fuerza, resistencia, y eso se recupera.

Hagamos conciencia de que nuestro futuro está asociado al futuro haitiano y viceversa. Ese país es y seguirá siendo nuestro más importante socio comercial, después de los Estados Unidos y, a diferencia de nuestro comercio con el gigante del norte, el que tenemos con ellos es exageradamente inclinado a nuestro favor. Mientras nuestras exportaciones anuales hacia allá sobrepasan el millar de dólares (sin contar las informales, no contabilizadas), las suyas hacia acá son insignificantes.

Haití es para nosotros una especie de extensión de nuestro mercado interno, donde damos salida a una diversidad de productos industriales y agropecuarios, cemento, varillas, huevos, pollos, arroz picado y hasta hielo y vino tinto (y sabemos muy bien la calidad de nuestros “vinos”). Una buena parte de estos productos no cumplirían con los estándares de calidad y controles fitosanitarios que exigen otros mercados. Incluso, algunos de ellos no son actos para el mercado nacional.

Una cierta recuperación económica de Haití podría ciertamente balancear un poco más ese intercambio exageradamente desigual, exportando hacia acá algo más que su única mercancía abundante: una mano de obra dispuesta a ocupar los puestos de trabajo que los dominicanos desechan, pero eso, lejos de perjudicarnos, nos convendría enormemente, porque además de reducir la presión migratoria, su recuperación económica (siempre que vaya acompañada de una mejoría en los ingresos de su población) aumentaría nuestras posibilidades de colocar más bienes y servicios en esa extensión de nuestro mercado interno, lo que a su vez nos permitiría continuar creando más riqueza y empleos.

¡Por nuestro propio bien, cuidemos a nuestro socio, aunque tan solo sea con el discurso, eso nada nos cuesta!