Una de las garantías de una tutela administrativa efectiva es el derecho de las personas de acceder al procedimiento administrativo. Ahora bien, no cualquier acceso a la Administración cumple con esta garantía y con el derecho fundamental a una buena administración, sino aquel que permite obtener una decisión justa, es decir, una decisión razonable y respetuosa del mínimo de justicia material consagrado en el ordenamiento constitucional. En otras palabras, no basta con que las decisiones administrativas sean dictadas en un proceso regular, con respeto a todas las garantías formales en su tramitación y expedición, sino que además deben ser el resultado de un análisis correctamente razonado y justo por parte de la Administración.

Y es que, tal y como explica Bustamante Alarcón, “de nada sirve que se garantice el acceso a un proceso -o aun procedimiento- y que su tramitación no sea formalmente irregular, si no se garantiza también -hasta donde sea humana y razonablemente posible- que las decisiones que se emitan no sean absurdas y arbitrarias, ni contrarias a los valores superiores, los derechos fundamentales o los demás bienes jurídicos constitucionalmente protegidos; es decir, si no se garantiza también que las decisiones que se emitan sean objetivas y materialmente justas” (Bustamante Alarcón, 10).

El ámbito que representa el mínimo de justicia material en nuestro ordenamiento constitucional se encuentra determinado en el artículo 8 de la Constitución. Según este artículo, “es función esencial del Estado, la protección efectiva de los derechos de las personas, el respeto de su dignidad y la obtención de los medios que le permitan perfeccionarse de forma igualitaria, equitativa y progresiva, dentro de un marco de libertad individual y de justicia social, compatibles con el orden público, el bienestar general y los derechos de todos y todas”. De ahí que es posible afirmar que las garantías formales no pueden ser observadas en el procedimiento administrativo con abstracción de estos valores y principios fundamentales, de modo que las decisiones de la Administración se encuentran condicionadas al respeto de la dignidad humana, la igualdad, la equidad y los derechos fundamentales de las personas.

De lo anterior se infiere que no basta con observar todas las garantías formales durante la tramitación de un procedimiento administrativo para asegurar una tutela administrativa efectiva y, en consecuencia, una buena administración, sino que además las decisiones deben respetar una dimensión sustantiva consistente en el cumplimiento de los siguientes requisitos: “en primer lugar, -éstas- deben ser conformes con un mínimo de justicia material consistente en el respeto de los valores superiores, los derechos fundamentales y los bienes jurídicos constitucionalmente protegidos, pues si no fuese así estaríamos afirmando que -la Administración- no se encuentra vinculada por los mismos, lo que le restaría toda su superior fuerza normativa. -Y,- en segundo lugar, las decisiones deben ser conformes a la equidad, o sea, conformes con la justicia del caso concreto, aún por encima del texto legal que establezca una solución formalmente correcta, pero sustancialmente injusta” (Jorge Prats, 277).

Siendo esto así, no hay dudas de que las personas tienen derecho a una decisión justa, lo que obliga a la Administración a adoptar los medios más idóneos y adecuados a las necesidades concretas de protección a cada cuestión planteada, aplicando incluso una tutela judicial diferenciada cuando lo amerite el caso en razón de sus peculiaridades, a fin de garantizar la aplicación de los principios, valores y derechos consagrados en la Constitución. Esto obliga a la Administración a abandonar sus estrictas visiones legalistas y a asumir una actuación proactiva para asegurar que sus decisiones sea materialmente justas.   

El derecho a una buena administración no se extingue en el desarrollo formal de los procedimientos administrativos (dimensión adjetiva), sino que sus efectos comprenden también la justeza de sus decisiones (dimensión sustantiva). Es por esta razón que la Administración, en el ejercicio de sus potestades públicas, debe adoptar los medios idóneos y adecuados que garanticen la emisión de una decisión justa y racional, es decir, una decisión que valore objetivamente todos los intereses en juego y que genere mayores beneficios para el interés general y los intereses y derechos fundamentales de las personas.

En síntesis, la Administración no sólo debe concentrarse en asegurar el respeto de las garantías formales durante la tramitación de sus procedimientos, sino que además -y aún más importante- debe procurar el cumplimiento de sus fines, los cuales se concretizan, en un Estado social y democrático de Derecho, en la protección de los principios, valores y derechos que conforman el mínimo de justicia material contemplado en nuestro ordenamiento constitucional. En definitiva, es necesario que la Administración sea más justa.