Hace unas semanas estuvo circulando un video de un aparatoso operativo con funcionarios, empleados y fuerza pública frente a una famosa repostería de la capital. Si se pausaba a los cinco segundos, eran inmensas las probabilidades de ganar una fortuna apostando dando ventaja para adivinar el origen del operativo.  Sin presencia de ambulancia se abrían dos posibilidades con igual probabilidad, un cara o cruz entre un nuevo operativo de la DGII contra evasores de impuestos o un embargo para apoderarse bienes garantizaban sus deudas.  Dos acciones con base legal, debido proceso, sentencias y preavisos donde “guardar la forma por el que dirán los clientes o vecinos” es opcional. 

Con ambas respuestas se perdía la apuesta. El video era una redada sorpresa a favor del consumidor por organismo público venía a dar una mano a los clientes de la repostería en comprobar si los bizcochos estaban frescos, no había una mosca patas arriba escondida en los suspiros y la cocina calificaba para selfi publicable en muro, estado o perfil.  Luego de ese caso, le tocó el turno a un restaurante de comida china, reportado en las redes sociales como objetivo de “otro descenso de las autoridades” que terminó clausurado por alegados problemas de higiene.

De manera que ahora, al igual que los policías tienen poder para detener a los conductores sin causa probable o sospecha razonable en su lucha contra el crimen, parece que tenemos a inspectores con poder entrar a cualquier restaurante o negocio se les antoje en la cruzada por la calidad y buen servicio al consumidor anónimo.  El policía con la presunción de que en el auto va a encontrar un delincuente y el inspector con la de encontrar un estafador detrás del mostrador o a ratones como ayudantes o ingredientes de cocina.

La buena intención de querer imponerse como ángel de la guarda del consumidor se basa en un mal de origen: prejuicios contra la actividad empresarial privada y la racionalidad de los clientes. Añade con condimento de su elección esta quimera demencial: creer que es posible su impronta en los cientos de millones de transacciones diarias donde su presencia es ignorada.

La balanza ideológica aquí se inclina en contra de los empresarios privados.  Los accionistas de una compañía son una asociación de malhechores que reúnen capital para explotar a trabajadores y consumidores, con una oferta de productos de mala calidad vendidos a precios con los que se bañan en oro y que son fijados en contubernio con otros venden en las mismas condiciones. 

Es cuento chino eso de que la competencia los obliga a estar ofertando productos y servicios cada vez mejores y a menores precios para conquistar a su clientela, tratando al consumidor como soberano, anticipando sus gustos y ofreciendo información suficiente para que tomen decisiones racionales.  La realidad es que el consumidor no tiene capacidad para discernir, asimilar datos, comparar productos y calidad de servicio.  Cualquiera los engaña. Shakira es capaz de resucitar los Blackberry si en su próximo concierto se lo pone de adorno cerca de sus caderas. ¡Alerta Huawei!

Entre empresarios buitres y consumidores tontos e indefensos, entonces el poder coactivo estatal entra para restablecer balance y velar por honestidad y justicia en las transacciones.  Cuántas son éstas y a cuánto ascienden son datos claves para estimar la cantidad de inspectores necesarios cumplir con esta noble tarea.

Si suponemos que siete millones de adultos, del universo de nacionales y no residentes, hacen cinco transacciones diarias, hay un total anual de 12,775 millones en que se pueden pescar mercaderes “raza de víboras” que gustan de “balanzas falsas”.  Como estas son ventas finales e intermedias, para estimar el monto de esta base imponible a supervisar hay que recordar que el PIB corriente sólo incluye el valor de las ventas finales de bienes y servicios. En consecuencia, hay que multiplicar este valor por un factor para que incluya las ventas intermedias.  Asumiendo uno de 3.5 para el del año 2017, tenemos 12,646,015 millones de pesos el valor de las ventas. 

Si como meta se establece inspeccionar el 50% de las transacciones anuales y se asume una efectividad biónica para inspeccionar una cada cinco minutos, en un turno de ocho horas es posible hacer un juicio sobre 100 transacciones diarias o 2,080 al año.  En consecuencia, se requiere un ejército de unos tres millones de inspectores trabajando tres turnos diarios para darle al público consumidor la satisfacción que la mitad de sus transacciones anuales han pasado por las manos de un celoso servidor público vela por la justicia en la calidad, precio y otros factores del intercambio.

El monto de dinero que se logre devolver a los consumidores producto de la labor de inspección, cuando se detectan ventas fraudulentas, debe referenciarse al valor total de las ventas para tener una idea de la importancia de este esfuerzo.  Ese denominador debe ser el 50% de los RD$12,646,015 millones de pesos que calculamos al multiplicar por 3.5 el valor del PIB corriente del 2017.  Por ejemplo, como en ese año se reportó que las devoluciones de ventas fueron RD$130 millones, en términos relativos al total de las ventas el impacto es 0.002%, un aporte real que es y será una gota en el mar, a menos que la mitad de la población trabaje para auditar lo que compra la otra mitad.

La economía dominicana necesita que en todas las actividades exista más libertad de opciones, que los mercados operen de manera más libre y competitiva.  En países prósperos no hay ambiente de Estado de Sitio supuestamente a favor del consumidor.  La norma es que el  PIB registra una estimación de las ventas finales de bienes y servicios que ocurren en miles de millones de transacciones, principalmente privadas, en que participan individuos en completa libertad de contratos, con presunción de buena fe y un horizonte de establecer relaciones de largo plazo al que obliga la competencia.