La revolución de las masas de José Ortega y Gasset se inicia con una pregunta que nos asombraba en los años del trujillato, aquí donde quiera que uno se moviera encontraba más o menos las mismas personas, siendo una rareza y una curiosidad cuando aparecían caras nuevas y la pregunta de rigor de don José comenzaba precisamente al ver que en los teatros, en los actos culturales y en los cafés madrileños de pronto miraba a los lados y no conocía a las nuevas personas que se estaban introduciendo en el mundo cultural, preguntando: “¿De dónde ha aparecido tantas gentes?.”
A nosotros desde los finales del siglo pasado nos pasaba lo mismo, con la diferencia de que poco a poco íbamos conociendo a los jóvenes, auxiliados por la política, sobre todo las ideas de izquierda que profesábamos la mayoría de los más viejos y más jóvenes de entonces (de todo había en casa del Señor) y especialmente por la presencia de Juan Bosch que magnificó la escriturda con su excelente prosa poética que fue toda una revelación para nosotros.
Pero aunque sobre todo New York aportaba nuevos nombres y nuevas obras, o que aquí mismo se publicaban muchos libros, ninguna revolución bibliográfica se consuma sin cierta dosis de populismo. Para bien o para mal además de la Editora Nacional que publicaba cualquier cosa sin mucha investigación, la edición de libros aunque mucho más caros que antes, indicaba que era más fácil hacerlo ahora gracias a los avances tecnológicos.
Pero todo obra para bien o para mal. El Ministro de Pedro Vergés, se quejaba de que antes los libros que se publicaban eran bien cuidados aunque el nivel escolar de muchos de los autores no era tan alto como actualmente donde es raro que alguien no sea bachiller o curse estudios universitarios o tenga títulos hasta de maestrías y doctorados y sin embargo muchas de nuestras producciones dejan mucho que desear en ese sentido.
Veamos las cosas objetivamente: Un libro era un proyecto como el de la vida humana, se decía que su terminación era de nueve meses. Se exageraba, pero lo que sucede era que antes de publicarse, regularmente el manuscrito era revisado por su autor palabra por palabra. Luego al pasarse a maquinilla los que lo hacían aportaban sus conocimientos de gramática y corregían cualquier descuido. Los libros en la imprenta se hacían letra por letra al principio y luego palabra por palabra en las linotipos, ahí había correctores que también veían un error y lo arreglaban o consultaban al autor. Luego de las galeradas estaba la prueba de imprenta. Nuevos ojos se detenían en cada palabra. Nosotros recordamos en La Cafetera estar en un grupo corrigiendo un libro de Juan Sánchez Lamouth como la cosa más natural del mundo.
El asunto cambió cuando apareció la mágica PC. ¡Mamacita! Lo que nos hacía todo tan fácil era lo más terrible. Los errores “no se ven” en la pantalla y muchas veces los textos pasan sin ser leídos impresos, van pura y simplemente hacia la imprenta.
Carajo, así era muy fácil hacer un libro. Para remate además de los grupos que siempre son bien recibidos y necesarios, aparecieron los talleres literarios.
Es decir, ahora pertenecer a un taller no es ser un lector que pueda citar tales o cuales libros. Que si le gusta la filosofía ya Ortega y Gasset estuviera en el limbo o si le gustaban los clásicos se supiera a todo Cervantes o todo Shakespeare para no decir a los griegos y a los latinos. No. Ahora era tan fácil sentarse ante una pantalla y ver las palabras mágicamente unas detrás de otras como un rebaño, tener un autor en la mirilla, tratar de imitarlo o decir que se tiene influencias y admitirlo con orgullo en vez de sentir vergüenza como antaño, es lo normal. Hay jóvenes en este siglo que han publicado más libros de lo que han leído de otros autores. Es una exageración, pero es algo parecido.
Cuando hay tanta abundancia de producción personal, la de los otros que no sean de la mafia personal o de grupo o de taller, no interesan. Nosotros somos y los demás son ellos.
Entre nosotros existe la mala costumbre de no admitir o admitirlos a regañadientes a los que escriben viviendo fuera del país. Ser de la diáspora y verlos por encima del hombro es lo normal: No sabemos a quienes imitan o a quienes copian y se hacen sospechosos.
Algunos son exaltados internacionalmente, entonces el asunto es peor.
Pero bueno, lo que quería señalar es que en este siglo XXI se han publicado más libros que en todo el resto del tiempo que tenemos desde el primero que se editara en la Primada. Eso, claro está, es una revolución si acaso la hubiera, la más grande revolución literaria que jamás existió, no solo en papel, sino en Amazón, por ejemplo. No estar ahí es no existir.
¿Adónde nos llevará esta diarrea bibliográfica? No lo sé. El tiempo es la criba. Algunos quedarán, claro que sí, sin importar su volumen o su elegancia editorial. La pregunta de José Ortega y Gasset sigue vigente cuando entramos a un recinto cualquiera: ¿De dónde diablos ha salido tanta gente? Pero no gentes simplemente, sino genios. Sí señor: Genios.
Creo que muchos deberíamos dejar de escribir y publicar libros y ponernos a pensar y a leer detenidamente. Ojalá de tantos volúmenes, de tanta tinta impresa, al final del siglo queden tres, cuatro o cinco libros meritorios. Ese es el balance de cualquier siglo en la historia, no más, desgraciadamente.
A los viejos se nos acaba el tiempo, pero los jóvenes deberían meditar lo que decimos.