Indudablemente, hablar de cierta manera sobre las diferencias condiciona nuestra visión del mundo y nuestras relaciones sociales. Pero se trata tan solo un condicionamiento parcial. El proceso afectivo, tan enigmático como impredecible, construye a la persona, su agencia y sus vínculos sociales a la vez que produce el miedo y el odio al “otro”, al sujeto racializado. En ese sentido, la educación antirracista contemporánea, al no ocuparse de la zona afectiva, deja mucho que desear.

El enfoque pedagógico cognitivo-discursivo propone que la solución del problema del racismo radica en la adecuación de los mensajes y en la incorporación del lenguaje políticamente correcto. Erradicar o contener la trasmisión del racismo a nivel social implica no solo la lucha contra instituciones políticas, aparatos ideológicos y los arquitectos de la nación, sino que también precisa esfuerzos que contrarresten el impulso racista de los padres, los maestros y los medios, la mayoría de los agentes que en gran parte controlan las economías de atención y afecto de las niñas y niños pequeños y jóvenes en formación. Estos agentes exacerban la inseguridad afectiva que produce el miedo que genera el odio que subyace gran parte del racismo.

Es necesario contrarrestar el cortocircuito que provoca la inseguridad afectiva. Acaso esto lo lograremos rompiendo, oponiéndonos cismáticamente a la pedagogía del consumismo, como lo hizo el gran educador popular venezolano Simón Rodríguez (1769-1854), maestro de Simón Bolívar, uno de los más originales pensadores latinoamericanos, hoy poco conocido y estudiado. Simón Rodríguez identificó “la enfermedad del Siglo: una sed de riqueza que se declara por tres especies de delirio: traficomanía, colonomanía, y cultomanía”. Existe una relación compleja entre el capitalismo, el consumismo y el racismo que involucra las apetencias compulsivas del cuerpo. El cuerpo se desplaza compulsivamente hacia la satisfacción de sus necesidades, incluyendo las apetencias excesivas condicionadas por el capitalismo de consumo. Entre las minorías racializadas se percibe el consumismo como la solución definitiva al problema de la inseguridad como sujetos económicos y políticos. Se podría resumir con la fórmula adoptada por el ex-beisbolista dominicano Sammy Sosa: a medida que uno se va haciendo rico (y consumiendo desproporcionadamente), deja de ser minoría racial, o sea, deja de ser negro.

Este efecto racializado del consumismo aparece con frecuencia como leitmotif en el género musical del rap al igual que en el reggaetón. En una entrevista en YouTube, el versátil rapero dominicano Musicólogo El Libro ejemplifica el vínculo consumismo-racismo con el siguiente comentario: “todo hombre negro deber tener un Mercedes blanco, una mujer con el culo grande y el respeto de sus compañeros”. Según esta fórmula, los símbolos del éxito de un ex-minoría deben ir acompañado de la conquista sexual, la cosificación de la mujer y el fronteo o cambalache de influencias. Esta formulación nos remite de nuevo a la lectura que hiciera Fanon de como la posesión del discurso blanco, la cultura blanca y la mujer blanca presumiblemente pone al negro a la par del blanco. La lectura de la pensadora afroamericana bell hooks de estos fenómenos es también muy interesante. Ella propone que el convertir al otro u otra en mercancía resulta en una mezcla de capitulación y resistencia. El consumismo acelera la zambullida de estos complejos procesos raciales, políticos y afectivos y desencadena varias neurosis.

Asimismo, la pedagogía modelada en el consumismo establece que los niños y jóvenes deben tener el derecho a consumir antes del derecho a ser. Por lo tanto, en la lucha contra el racismo igual hay que rechazar la pedagogía que desarrolla la codicia, el odio, la lujuria, la estupidez y la vanidad que exige el capitalismo voraz y que alimenta el racismo y la injusticia social. Simón Rodríguez recomendó: “en lugar de pensar en Comercio, en Colonias, en Cultos i en Reyes, pensemos en tener Pan, Justicia, Enseñanza i Moderación”. Y luego matizó: “el deseo de enriquecerse ha hecho todos los medios legítimos, y todos los procedimientos legales: no hay cálculo ni término en la Industria—el egoísmo es el espíritu de los negocios, y los negocios la causa de un desorden, que todos creen natural y de que todos se quejan”. Precisamente, Rodríguez también vinculó este egoísmo a la infantilidad afectiva que nunca alcanza a superar el adulto.

Las maestras y maestros que rechazamos la educación avasallada por las consignas y falsas promesas del consumismo apostamos por la educación dedicada al cuidado de la vida. La pedagogía que este mundo trastornado más necesita es la pedagogía de la vida. “La pedagogía abolicionista”, “vitalista” o “la educación popular”, no importa tanto el rótulo que le pongamos, sino las acciones de darle prioridad a la vida en cuanto fuerza creadora y hacer ver al discurso como algo que se hace y no solamente que se dice. En esta labor, nunca se pierde de vista la elaboración de las condiciones de la felicidad en el educando y a nivel de sociedad. Esta pedagogía se dedicará a la creación y preparación de ciudadanas y ciudadanos que buscan la seguridad económica justa y la felicidad bajo las directrices: “cada una para todas y todas para una”. Se actualizará tejiendo entre lo racional-práctico y lo pasional-afectivo, elaborando las prácticas, los significados y el enigma de la vida desde los sentimientos y afectos vividos, recordando, como insistía Simón Rodríguez que “ha llegado el tiempo de enseñar a las gentes a vivir”.

Se trata de una pedagogía crítica que por su radical desobediencia se levanta como si fuese un cimarronaje intelectual y cultural. Alejada del yugo de la educación dominante (esa que educa para crear consumidores), la pedagogía vitalista aprovecha cada oportunidad para la mutua implicación y afectación de los educadores y los educandos en la construcción del espacio propio. En muchos aspectos, esta se parecerá bastante a la que se dedicó Simón Rodríguez y también al actual concepto y prácticas de educación popular elaborada en varios lugares de América Latina, dignas de reproducir, pero especialmente en lo desafiante y tenaz de su valentía y sensibilidad hacia la vida en general y las vidas, en particular, las vidas negras, y todas las vidas que importan.