Hace falta otro Trujillo. He aquí una opinión que, lamentablemente, comparten muchos dominicanos. Según estos, solo un dictador puede resolver problemas como la delincuencia, la corrupción, la inmigración ilegal y otros que aquejan nuestra sociedad.
Podría pensarse que tal opinión es consecuencia de la ignorancia. No es así. En las últimas semanas, por ejemplo, he debatido sobre el tema con dos buenos amigos, ingenieros ambos, uno empresario y otro empleado de una multinacional en Estados Unidos. A pesar de su innegable inteligencia y de su formación académica, ambos son partidarios del retorno al poder de un dictador.
No es mi intención convencerlos. Uno de ellos me hizo saber que persistirá en su posición a pesar de estas líneas. Lo cual me confirma lo que alguna vez me dijo un amigo médico: “Es más fácil sacar un apéndice que una idea de la cabeza”. Pero, en este caso, hablar de ideas no es exacto. El origen de tal posición no se basa en la razón, sino en la emotividad. Eso explica la ceguera de sus partidarios ante las graves consecuencias que tendría la instauración de una nueva dictadura.
Quienes anhelan un nuevo Trujillo olvidan los asesinatos, las torturas, las desapariciones y los exilios de quienes tuvieron la osadía de discrepar con el régimen. Olvidan las delaciones entre familiares, el terror que infundía el ruido de los cepillos del SIM y la paranoia de la que no nos hemos despojado más de medio siglo después.
Quienes anhelan un nuevo Trujillo olvidan su derecho de pernada, su derecho de violar a las mujeres que le diera la gana, la partida de maipiolos que se las ubicaban, el temor de las familias por sus esposas, madres e hijas y la prohibición de dejarlas salir a la calle y a fiestas por el temor de que los acólitos de Trujillo les echaran el ojo.
Quienes alegan que Trujillo fue generoso olvidan que sus riquezas provenían del expolio del pueblo dominicano. Olvidan que muchas veces los empresarios – como mi amigo – tenían que “vender” los negocios que con tanto esfuerzo habían levantado al precio que al tirano le diera la gana.
Quienes consideran que la única manera de resolver el problema de la inmigración ilegal fue la que utilizó Trujillo en 1937, quienes excusan y justifican la matanza de cientos o miles de sus semejantes, no se dan cuenta que al hacerlo, que al subordinar la vida humana a una decisión política, se deshumanizan y se hacen cómplices de crímenes de lesa humanidad.
Quienes admiran a Trujillo no se dan cuenta que tal admiración originó el culto a la personalidad que todavía se les brinda a nuestros gobernantes.
Nuestros gobernantes son, por ciertos, los principales responsables de que muchos dominicanos hayan concluido tan enorme insensatez. Lo son porque durante medio siglo no han asumido sus responsabilidades frente al crimen, al caos y a la criminalidad. Porque han dado prioridad a sus intereses personales y partidarios en detrimento del interés común. Y los dominicanos, cuya mayoría ha nacido luego de la caída de Trujillo, no ven otra alternativa al desorden que nos caracteriza que una nueva dictadura.
Mis amigos piensan que hace falta un hombre fuerte, como Trujillo o Pinochet. Estoy de acuerdo en que hacen falta gobernantes fuertes (no dictadores): gobernantes que hagan cumplir las leyes, que sean intolerantes con la corrupción el caos y el crimen. Que apoyen la única dictadura aceptable: la de la ley.
Dentro de la gravedad hay, afortunadamente, una fuente de alivio: El dominicano, en mi opinión, habla más de lo que hace, lo que queda demostrado por el bajo nivel de votación en las últimas elecciones que recibió el partiducho de extrema derecha bastión de este tipo de pensamiento. Pero no por eso hay que bajar la guardia: en la política todo puede cambiar de la noche a la mañana.
Concluiré diciendo que no basta con impedir la entrada de los descendientes de Trujillo al país: debería votarse una ley que castigue la apología de Trujillo y su dictadura, tal como existe una en Alemania en relación al régimen nazista de Hitler. Recordemos: una mentira repetida mil veces se convierte en verdad.