Al marcar inicios de febrero en el calendario, cada año, las ofertas de San Valentín empiezan a sonar en las radios. Muchas jóvenes inician a hablar sobre qué harán para esa fecha, y en los colegios, el día se convierte en una semana marcada por actividades, muchas de generación de ingresos, para conmemorar el día del amor y la amistad.

Entre la combinación perfecta de publicidad, presión social y entusiasmo, muchos nos envolvemos en una “ola” de amor y amistad, siguiéndole el “flow al asunto”, como diríamos en buen lenguaje popular. Así mismo, mientras me “dejaba llevar” por aquella ola, una discusión que escuché hace algunos días me desmontó de aquella fantasía. Aquella noche, un señor le gritaba a su esposa y amenazaba de golpearla “si se metía en el medio”, mientras pegaba a correazos a su hijo de 8 años. Fue en aquel momento, que cualquier buen pensamiento de San Valentín inmediatamente se desvaneció en mi cerebro y fue sustituido por sentimientos de impotencia, dolor y tristeza.

Aquel incidente parecía una alarma, queriendo recordarme que así como el sol no puede ser tapado por un dedo, tampoco un día puede ocultar nuestra realidad. Y es que mientras utilizamos este día para comprarle arreglos florales a nuestras parejas, preparar cenas de cuatro tiempos, y/o planear alguna sorpresa especial, nos olvidamos de cómo se vive una realidad tan diferente durante el resto del año.

La violencia que aquella noche tenía que escuchar y ver la esposa, sin responderle a su esposo para que no le golpeara, son las acciones que han creado la necesidad del feminismo, la de muchas mujeres reclamando igualdad. Igualdad, porque así como nuestra humanidad gradualmente ha podido entender la mediocridad basada en diferencias de razas, así mismo es momento de entender que una persona no es superior a otra por su condición biológica, y tampoco que quien grita, golpea u ofende, ama. 

Es tiempo de que de una vez por todas construyamos las relaciones que decimos que queremos ver en nuestra sociedad. Esta decisión amerita convicción de los hombres y las mujeres, pues no es nada fácil des-construir hábitos que han permeado el desarrollo social dominicano y que han funcionado para obstaculizar adaptación al cambio.

Para vivir la realidad de parejas que se aman, basadas en el apoyo y respeto mutuo, debemos empezar a celebrar esta clase de comportamientos públicamente. Y aunque lo ideal sería ver esto promovido constantemente por las principales figuras públicas incidentes en el mundo social, y en los comerciales de las principales agencias publicitarias del país, esto, también inicia con pequeños pasos públicos ante nuestros círculos de referencia. Por ejemplo, no quitarle la escoba de la mano o la esponja de fregar a un hombre cuando este se ofrece a limpiar. No asociar su emocionalidad como algo “anti varonil”, ni diferenciar los derechos y responsabilidades que tiene un hijo y una hija en una casa basado en costumbres sociales. Tampoco, castigar a una mujer por salir con varios hombres, mientras se le permite al hombre entrar múltiples mujeres a dormir en la casa, ni cortarle las alas a una niña tildándola de adjetivos lacerantes, cuando demuestra actitudes de liderazgo dentro de su clase. 

Hace falta amor de verdad. Amor basado en el respeto, apoyo y admiración constante por el otro. Amor por tener a alguien que es alguien sin uno, amor por una persona que al conocer, tenga su propia identidad y que al estar juntos, cada uno la mantenga. Hace falta amor por una persona que no tenga que ser “de” alguien, si no, junto a alguien. Hace falta amor por uno mismo para saber cuándo poner límites y para tener una firma convicción de construir esa clase de amor, que desconozca la violencia.