Si el título no delata de qué va este artículo, entraremos en materia sin mayores preámbulos. Como si de un mercado volátil se tratara, el tema de la invasión haitiana inminente aparece en la narrativa nacional cada cierto tiempo a la alza, y así como aparece se desploma, para luego repuntar. En ese vaivén nos la pasamos, sumergiéndonos todos, independientemente de nuestras posiciones, en el tema, mientras otras habas se cuecen, o más bien se siguen cociendo, disimuladamente.

Es de todos conocido que la República Dominicana (o más bien el feudo de Trujillo en ese momento) firmó un Concordato con el Vaticano en 1954. A grandes rasgos, la mayoría de los dominicanos sabe que en ese tratado se conceden los más amplios beneficios a la Iglesia Católica, como exención del pago de impuestos, una subvención mensual que sale de nuestros bolsillos para cada diócesis, trato preferencial a sacerdotes acusados de delitos penales, entre otras lindezas, para el estudio a profundidad de las cuales les remitimos al texto del Concordato o a los excelentes trabajos publicados por Guido Riggio Pou y Argelia Tejada Yangüela.

En esta ocasión abordaremos un aspecto interesante del Concordato, y del que poco hablan quienes gritan a pecho henchido “vivas” a la patria acompañadas de sentencias de “muerte al invasor”. Esa vocinglería que promueve una supuesta componenda internacional de gran escala, se manifiesta en el llamado de sus portavoces a defender nuestra soberanía.

Bien, hablemos de defender nuestra soberanía.

La soberanía es un concepto tan importante para el constituyente dominicano que está establecida en el artículo 2 de la Constitución, que nos dice que la soberanía reside en el pueblo, de quien emanan todos los poderes. El artículo 3, mucho más interesante para el tema que nos ocupa, consagra la inviolabilidad de la soberanía y el principio de no intervención al decir: “La soberanía de la Nación dominicana, Estado libre e independiente de todo poder extranjero, es inviolable. Ninguno de los poderes públicos organizados por la presente Constitución puede realizar o permitir la realización de actos que constituyan una intervención directa o indirecta en los asuntos internos o externos de la República Dominicana o una injerencia que atente contra la personalidad e integridad del Estado y de los atributos que se le reconocen y consagran en esta Constitución. El principio de la no intervención constituye una norma invariable de la política internacional dominicana.”

Intentando no ponernos demasiado técnicos, debemos agregar aquí el artículo 7 de la Constitución dominicana, que establece como sistema de gobierno un Estado social y democrático de derecho, el cual se caracteriza por tener como uno de sus pilares los derechos fundamentales. Esto importa, porque la República Dominicana no sólo adopta de manera explícita en su Constitución un sistema de gobierno que da primacía a los derechos fundamentales, sino porque además nuestro país es signatario de la Carta Internacional de Derechos Humanos de 1966.

Un Estado confesional, inspirado en la “Ley de Dios”, como establece el Concordato, simplemente no es posible al amparo de los tratados internacionales de Derechos Humanos y la Constitución de 2015.

Hecha esta exposición, nos cuesta comprender por qué el apasionado nacionalismo dominicano no se ocupa de defender nuestra soberanía de la injerencia más flagrante por parte de una potencia extranjera que tiene en sus narices: la de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana.

Si de soberanía se trata, ningún Estado extranjero ha intervenido de manera más directa, perniciosa y oportunista (sin que haya habido resistencia por parte del Estado Dominicano) que el Estado Vaticano. Hemos permitido que al amparo de un tratado arcaico, firmado por un tirano, la Iglesia actúe como ama y señora, fijando posiciones que jamás se le permitirían a un embajador o representante de otro país.

No solamente el Estado dominicano no ha frenado la injerencia extranjera del Vaticano; de hecho podríamos afirmar que ha sido más que complaciente, permitiéndole o de plano facilitándole interferir incluso en el proceso de creación de leyes y constituciones, en las contiendas electorales, en negociaciones del Estado con gremios sindicales o empresariales, y en nuestras relaciones con otros Estados (valga aquí recordar los insultos del cardenal emérito a embajadores acreditados en el país). El Estado ha fomentado así la cultura de la Iglesia como figura de peso y hasta legitimadora en temas espinosos, sentando a un representante eclesiástico en las más altas o importantes comisiones del país, como lo fue la Comisión para la Reforma y Modernización del Estado de 1996, y más recientemente la Comisión para investigar la licitación de Punta Catalina.

Más allá de las relaciones diplomáticas normales que podríamos esperar entre dos Estados, el Concordato establece un sistema mediante el cual, para decirlo en términos llanos, la Iglesia Católica hace en República Dominicana lo que le da la gana, teniendo que cumplir solamente con la formalidad de dejárselo saber al gobierno dominicano. En lo que hace lo que le da la gana, cobra su subvención y no paga impuestos. Literalmente, nosotros tenemos que pagarle a la Iglesia Católica por cada escuela que monte pero además, las transacciones inmobiliarias y personales realizadas por la Iglesia y los sacerdotes, en el ejercicio de sus funciones, no pagan impuestos. Mientras, nosotros tenemos encima una presión fiscal que no nos permite en ocasiones llegar a fin de mes. El principio de igualdad ante la ley vale plasta de bovino.

Un punto que hay que resaltar especialmente para los patriotas que invitan a derramar sangre por este país es que el Concordato establece que en caso de movilización general los curas nacidos en nuestro país están exentos de la obligación de luchar. Sólo podrán prestar servicios religiosos y sanitarios. Esto resulta muy curioso, cuando escuchamos declaraciones azuzadoras como las del Obispo de Baní, alertando sobre la gravedad de la situación migratoria en un momento donde no se necesita caldear más los ánimos. Claro, monseñor Masalles, como Obispo, está exento hasta de prestar el más mínimo servicio religioso o sanitario, por lo que a él le da igual que aquí se arme lo que se arme; no en vano tiene salvoconducto en forma de pasaporte vaticano.

Dejemos ahora atrás las hipotéticas gestas patrióticas que promueven los sectores más conservadores de nuestro país (Iglesia incluida), cuyo tinte xenófobo y codicia de rédito político son evidentes; dicho en buen dominicano, el Concordato ha permitido que la Iglesia “coja puesto” y se sienta con el derecho de hacer y deshacer. No olvidemos que el Vaticano es otro Estado, y que los obispos son representantes del Vaticano. Esos que escuchamos pronunciándose incendiariamente, por más que hayan nacido en República Dominicana, viajan con pasaporte vaticano y actúan en beneficio de los intereses de su país, el Vaticano.

Mientras se pueda encender a la masa con el cuco de la invasión haitiana, dejamos de ver la crasa violación a nuestra soberanía por parte de la Iglesia Católica, esa que diariamente nos roba de las arcas públicas eludiendo impuestos y cobrando subvenciones a dos manos, esa que se mete en el Congreso para evitar que se aprueben leyes que protejan a las mujeres o las minorías, esa que mete la mano en la justicia dominicana para que los curas pederastas sigan libres o si son muy ilustres escapen por el salón de embajadores del aeropuerto. Sí, la Iglesia Católica necesita otra invasión para que no hurguemos en la de ella, para que no le saquemos sus trapos sucios.

Aprovechamos para hacer un llamado a la reflexión, a la mesura. Si hemos entrado en el tema de la soberanía, un término que de por sí tiene sus bemoles en un mundo cada vez más global, es con el propósito de que no se utilice este concepto como palanca para el odio; y precisamente porque los voceros más incendiarios del discurso del odio son los aliados tradicionales de la Iglesia. Porque si vamos a hablar de soberanía, la invasión comenzó hace siglos, la injerencia se firmó en 1954, y todavía hoy seguimos pagando de nuestros bolsillos ese pedazo de soberanía robada. Es hipócrita abogar por gestas de sangre contra personas, mientras se mira al otro lado ante la injerencia explícita del Vaticano en un Estado social y democrático de derecho.