Entre 1988 y 2015, la Lotería de la Florida entregó al sistema de educación pública de ese estado la suma de 31,000 millones de dólares. Y en los últimos años los aportes al sistema alcanzaron alrededor de 1,069 millones anuales. Convertidos a pesos dominicanos hablamos de una cantidad imposible de obtener (1,536,244,000,000.00) en una calculadora corriente. Para simplificarlo, por encima de mil millones al año, más de 70 mil millones de pesos, suma superior a la mitad del 4% del PIB que la Ley General de Educación le asignó al sistema educativo dominicano el año pasado.
En el país, con una economía mucho más pequeña, funcionan cuatro loterías, una del Estado y tres privadas. Los aportes al fisco de esos negocios no se conocen con exactitud a pesar de la tendencia casi enfermiza del dominicano al juego de azar. Para que se tenga una idea, en la geografía nacional adicionalmente operan decenas de miles de agencias de apuestas, la mayoría sin control regulatorio, sin que se sepa a ciencia cierta cuál es su utilidad pública, es decir, si iglesias, escuelas y hospitales se benefician de sus operaciones. Tampoco es conocido si los gastos de las familias de clase media y bajos ingresos en apuestas, generan fondos especiales que le sirvan al Estado para llenar las necesidades de esa misma gente, lo cual sería interesante saber dado el enorme pasivo social existente.
No pretendo con estos señalamientos que se impongan trabas al juego, porque es bien sabido que eso sólo conseguiría estimularlo clandestinamente. Pero sería saludable que la proliferación de las casas de apuestas, cuyo número se estima muchas veces superior al conjunto de planteles escolares e iglesias, le sirva al país de algo. Que por lo menos los impuestos a las ganancias, de las empresas y los jugadores, contribuyan a una causa noble como la educación. Y que los electores dejen de votar por los dueños de esos establecimientos.