A causa de la debilidad de nuestras instituciones políticas y la tendencia a rehuir la discusión de los temas fundamentales, el peor de los servicios que se le presta a la democracia dominicana es pretenderla como un modelo para el resto del continente. Con ello no hacemos más que desacreditarla. Convenzamos a nuestras grandes masas de menesterosos y desempleados de que el panorama  a su alrededor es el paraíso y el estadio ideal al que pueden aspirar a través de ella, y en poco tiempo las tendremos del otro lado del escenario combatiendo ferozmente a un sistema que, en una alegada fase superior, prolonga su miseria y las obliga a una condición indigna de un ser humano.

La democracia es mucho más que eso. Pero en el aspecto social estamos lejos todavía de haber tocado su sustancia. Y aún en el plano político practicamos una democracia frágil y precaria. Disfrutamos de libertad y respetamos el libre juego de las ideas, pero nos queda un trecho largo por recorrer. Emulando el cinismo con que a ratos algunos líderes la describen “como un ejemplo para América”, deberíamos conformarnos con la idea de que tan efusiva comparación es sólo el reflejo natural de la costumbre muy dominicana, y tanto más en la política, de magnificar el valor de sus pertenencias.

El rasgo más característico de la democracia en el país es, a pesar de todo, la confianza que muchos ciudadanos hemos depositado en ella. Ha sido esta actitud la que definitivamente la ha salvado de nuestro estilo singular de practicarla. Mucha gente cree por fortuna que nada mejor que el sistema democrático para enfrentar el futuro y construir una sociedad más o menos justa y próspera, tanto en el plano material como espiritual, y eso sólo ha bastado para preservarla, aún con todos sus defectos. Ha sido esa percepción y no otra la que ha garantizado su permanencia en la conciencia de los hombres libre de esta nación.