Tensión, trasnoche, café y bocadillos a las tres de la madrugada; tiempos de exámenes finales en la facultad de Medicina de Madrid. Unos estudiaban tranquilos, sabiéndose con el deber cumplido, otros, los que emplearon su tiempo en actividades ajenas al estudio, temían esas pruebas finales como a sentencia de muerte. Uno de esos estudiantes, fascinado más por Europa que por la Medicina, se culpaba por su negligencia y se impuso penitencia: levantarse de madrugada los días previos al examen, “aunque fuese para hablar pendejadas”.
Pero no hablaré de aquel estudiante que llegó a ser un gran especialista y hoy sigue siendo mi gran amigo, sino del “arte de hablar pendejadas”. Esa fruición por intercambiar tonterías entre conocidos, convocar y disfrutar conversaciones; cherchas afectuosas y divertidas que, en ocasiones, podrían ser hasta controvertidas y disidentes, pero nunca aborrecidas.
Las pendejadas, al final de cuentas, terminan siendo intrascendentes. No obstante, a pesar de su futilidad, todos regresan al día siguiente a repetir ese ritual de escuchar ideas y palabras que revientan en el aire como burbujas de jabón, y se esfuman. En eso consiste su encanto y seducción.
Sin duda, pocos momentos se disfrutan tanto como una tertulia – por suerte, todavía abundantes en nuestro país. Pueden instalarse en colmados, colmadones, bares, restaurantes, alrededor de un juego de dominó, y en cualquier lugar que acomode a más de dos personas. Hombres y mujeres se las ingenian para juntarse y dialogar.
Si escuchamos cuidadosamente lo que se habla en esas convocatorias, sabremos que las pendejadas se empaquetan en temas políticos, chismes, noticias, o comentando la vida ajena. Pero la esencia del encuentro es compartir y pasárselo bien. El tema que allí se hable es solamente música de fondo de buena calidad, un toque solemne, la gran excusa del convite.
Es necesario hacer ciertas salvedades: diferenciar las conversaciones convocantes y amigables de vacuencias, “pleplas” y del “hablar mierda”. A la vez, revisar las cantinfladas y el diálogo evasivo y tangencial de los políticos (ilustrado brillantemente por el personaje de “El secretario”, creado y actuado por el extinto comediante mexicano Héctor Suárez).
Debido al propósito solapado de los tertulianos – que es pasárselo bien – suelen rechazarse el hablador de mierda y el de vacuencia. Este último, carece de contenido interesante y de gracia. El primero, tiende al disparate aburrido e irritante. Esos personajes difícilmente queden incorporados al grupo. En cuanto al de las “pleplas”, mezcla del uno y del otro, ni siquiera llegan a acomodarse. Mucho menos se aceptan charlatanes, por engañosos y mentirosos.
Si se acerca un personaje cantinflesco es rechazado; las cantinfladas son incoherentes y no dicen nada, si acaso payasadas. En cuanto a esos políticos que hablan y hablan evadiendo el meollo del asunto – igual que “El secretario“ de Héctor Suárez – al carecer de sentido lúdico y espontaneidad, tampoco son acogidos, al menos que abandonen su puesta en escena y sean como los demás.
Hablar pendejadas, créase o no, es un arte que entretiene y evita malquerencias, es ingenioso y adictivo. Deja al tertuliano feliz y relajado. No son pocos quienes llegan a viejos asistiendo al mismo conversatorio.
Ahora bien, debemos cuidar los extremos y dosificar el tiempo de tonterías. No puede pasarse uno la vida pendejeando, porque de hacerlo, terminaremos como mi amigo en épocas de exámenes: usando las pendejadas para escapar realidades y aliviar culpas.