A mediados de mayo del año 2001, el insigne filósofo alemán Jürgen Habermas asistió como invitado a las sesiones de cierre del Seminario Doctoral“Habermas Jurista: Leyendo Facticidad y Validez”. Coordinado por el profesor de la Universidad Complutense de Madrid Ignacio Torres Muro, dicho Seminario formaba parte de los cursos del primer año del programa doctoral de Estudios Superiores en Derecho Constitucional de esa Universidad.

Este artículo sistematiza parte de las notas que tomé a lo largo de aquel Seminario, aprovechando que por estos días se celebra el nonagésimo aniversario del filósofo que obligó a repensar las grandes tradiciones del derecho desde que publicara Facticidad y Validez.

Una de las cuestiones centrales que ocupan los primeros capítulos de Facticidad y Validez es la de una lectura crítica de las dos grandes tradiciones jurídicas que tuvieron lugar en el mundo occidental en los últimos siglos: la del derecho natural racional clásico y la del positivismo jurídico. De manera particular se ocupa el autor de: i) la forma en que, desde ambas tradiciones, se aborda la problemática de los derechos subjetivos y su relación con el derecho objetivo; y ii) la respuesta a la pregunta ¿de dónde extrae el derecho su legitimidad para imponer normas de conducta a los miembros de una comunidad política?

Como bien manifiesta nuestro autor, en Alemania, desde Savigny, hasta Raiser, toda la dogmática del derecho civil estuvo marcada por la idea de que "los derechos subjetivos se caracterizan por una especie de autonomización normativa de derechos subjetivos de contenido moral que pretendían tener una legitimidad superior a la otorgada por el proceso político de producción de normas." De esta concepción se deriva una idea de principalía de los derechos individuales que confieren libertades subjetivas de acción en sentido kantiano, en oposición a la actuación del órgano positivizador de la norma de derecho a saber: el Parlamento. El derecho por antonomasia es, entonces, el derecho subjetivo, el cual busca la fundamentación de su validez en los supuestos metafísicos del iusnaturalismo racional clásico, y a él se opone cualquier otro tipo de pretensión normativa.

La reacción a esta concepción la constituye una evolución que llevó a la subordinación abstracta del derecho subjetivo al derecho objetivo. Conforme esta concepción, "la legitimidad del derecho objetivo descansa finalmente en la legalidad de una dominación política entendida en términos de positivismo de la ley."

Lo que a Habermas le preocupa, sin embargo, es el hecho de que ninguna de estas tradiciones de la teoría jurídica, logran dar cuenta fehaciente de la cuestión que a él se le presenta como crucial en el derecho. Entendido como un sistema positivo de normas que los sujetos de la comunidad jurídica han de observar, lo que a él le parece trascendente es responder a cuestión ¿de dónde extrae el derecho su legitimidad?. Pues si bien la dogmática jurídica del derecho civil apelaba a una fundamentación moral supramundana como fuente última de la validez del derecho, la cual se colocaba por encima de las decisiones del legislador político, el positivismo creyó encontrar en el derecho objetivamente dado por una instancia legislativa, su única fuente de validez, superponiendo a la primacía tradicional de los derechos subjetivos, el imperio del derecho objetivo. Todo bajo el supuesto de que los derechos subjetivos sólo existían en la medida en que eran reconocidos por el legislador como tales.

Así, al someter a análisis esa tensión, Habermas llega a la conclusión de que la misma es una tensión aparente, puesto que existe lo que el llama una suerte de "cooriginalidad" entre los derechos subjetivos y los derechos objetivos. "Los derechos subjetivos no están referidos ya por su propio concepto a individuos atomísticos y extrañados, que autoposesivamente se empecinen unos contra otros. Como elementos del orden jurídico presuponen más bien la colaboración de sujetos que se reconocen como sujetos de derechos, libres e iguales en sus derechos y deberes, los cuales están recíprocamente referidos unos a otros. Este reconocimiento recíproco es el elemento integrante de un orden jurídico del que derivan derechos subjetivos cuyo cumplimiento es judicialmente exigible. En este sentido, los derechos subjetivos y el derecho objetivo son cooriginales."

Cabría entonces preguntarse ¿por qué son cooriginales los derechos subjetivos y el derecho objetivo; y en qué momento entra en juego la cuestión de la legitimidad en la perspectiva habermasiana? Esa, a mi modo de ver, es la cuestión capital de este edificio conceptual sobre el que nuestro autor pretende buscar las razones de la validez y justificación del derecho. Esto así porque a esta conclusión sólo se puede llegar si se parte del supuesto de que existe una tercera instancia, colocada por encima y por detrás al mismo tiempo de esos derechos, y a la que han de estar referidos tanto el reconocimiento intersubjetivo de iguales derechos y libertades de acción, así como el positivismo de las normas. Esta instancia es el principio discursivo que presta fundamento y coherencia tanto a la existencia de los derechos, como a las normas jurídicas que los reconocen como tales.

El recíproco reconocimiento y aceptación intersubjetiva de normas de acción, así como la producción legislativa de normas jurídicas, han de nutrirse del flujo constante de los discursos que en la forma de pretensiones de validez por vía de la argumentación racional se expresan cotidianamente en las diferentes esferas de la vida social. Sólo en la medida en que estos discursos operen como referentes ineludibles en las decisiones vinculantes emanadas del parlamento, – las cuales a la vez han de garantizar aquellas libertades subjetivas a que hemos hecho referencia – los sujetos de la comunidad jurídica contarán con buenas razones para acatar las normas de comportamiento. En otras palabras, el principio del discurso no sólo se convierte en la fuente de donde emanan tanto los derechos subjetivos y el derecho objetivo, sino que, y sobre todo, es la única base que le permite al derecho cumplir no sólo con el requisito de la legalidad, sino con la más exigente demanda de legitimidad como cuestión suprema para una validez de la norma jurídica fundada en buenas razones.

Así, el derecho legítimamente establecido se convierte en poder racionalmente administrado, cuando los órganos del estado, por un lado, protegen y garantizan en todo momento ese mecanismo de producción del derecho, y por otro, ciñen su actuación a los imperativos de garantizar los derechos individuales y de participación política que el código que es el derecho demanda.

En otras palabras, se trata de la transformación del poder comunicativo en poder adminstrativo, de la disolución del "poder en razón".