MOSCÚ – Desde controlar a los medios hasta atizar el nacionalismo, el presidente ruso, Vladimir Putin, siempre ha sabido cómo mantener altos sus ratings de aprobación. Pero las vidas de los rusos no están mejorando, especialmente después de la última ronda de sanciones económicas occidentales –y la caída del rating de aprobación de Putin lo demuestra.
En abril, el rublo se desmoronaba, debido en parte a las sanciones impuestas en respuesta al supuesto envenenamiento por parte del Kremlin del ex doble agente ruso Sergei Skripal y su hija en territorio británico. Luego, en junio, mientras se desarrollaba la Copa del Mundo con sede en Rusia, el gobierno propuso aumentar la edad jubilatoria de 60 a 65 años para los hombres y de 55 a 63 para las mujeres, lo que generó una inmediata respuesta violenta de la población. El resultado fue una marcada caída de 15 puntos en el rating de aprobación del gobierno en general –la mayor caída en el régimen de 18 años de Putin.
Es más, la confianza en el propio Putin se derrumbó de casi el 60% al 48%. Para ponerlo en perspectiva, inclusive en el inicio del tercer mandato de Putin en 2012 –cuando había protestas masivas por su regreso a la presidencia después de su lapso como primer ministro-, aproximadamente el 60% de los rusos decía que confiaban en él.
En ese momento, Putin aumentó su rating de aprobación erigiéndose como el defensor de Rusia. Cuando Estados Unidos, en la presidencia de Barack Obama, demostró que no estaba dispuesto a ejecutar su “línea roja” en Siria –el uso de armas químicas por parte del presidente Bashar al-Assad-, el Kremlin intervino e hizo de Rusia un garante siniestro del desarme de Assad.
Para reforzar aún más su posición interna dando la señal de que Rusia no se inclina ante la voluntad de Estados Unidos, Putin brindó asilo al delator de la Agencia Nacional de Seguridad Edward Snowden. En Rusia, Putin garantizó que se construyeran nuevos puentes y carreteras, que se mejorara la infraestructura y que se renovaran los espacios públicos, con parques, fuentes y cafés.
Si bien nada de esto ayudó económicamente a los rusos, y mucho menos expandió sus libertades, erigió a Putin como un defensor de la “Gran Rusia”. Después de que Rusia invadió Ucrania y anexó a Crimea en marzo de 2014 –desafiando a Occidente sin remordimiento alguno-, su rating de aprobación alcanzó un pico vertiginoso del 87%.
En marzo, Putin ganó la elección presidencial cómodamente, garantizándose un cuarto mandato como presidente con el 76% de los votos, en parte debido a la ausencia de otros candidatos viables. Inmediatamente después de las elecciones, su rating de aprobación se mantuvo en 82%.
Pero la Copa del Mundo que comenzó poco después pasó factura. Al convocar a más de 700.000 visitantes internacionales, el torneo cambió la percepción de los rusos de lo que es importante –y de su líder-. Putin, un anfitrión descortés, se protegió debajo de un paraguas durante la ceremonia final luego del partido, mientras que los presidentes de Croacia y de Francia se empaparon bajo la lluvia torrencial.
Mientras tanto, el pueblo ruso impresionó al mundo con su hospitalidad afable. Los dueños de bares, los conductores de trenes y los voluntarios angloparlantes les dieron una cálida bienvenida a los visitantes. Los rusos tomaron conciencia de que no necesitaban ganar a toda costa; podían ser grandes sin el visto bueno militarista del Kremlin.
Luego se produjo el anuncio de la reforma jubilatoria, que desató una cadena de protestas que llevó a Putin a prometer que aligeraría la medida, reclamando al mismo tiempo la comprensión de los rusos. Sin embargo, el 3 de septiembre, el 3,53% de la población dijo estar dispuesto a seguir adelante con las protestas. Y el 9 de septiembre, mientras tenían lugar las elecciones de gobiernos locales, decenas de miles de rusos se sumaron a las protestas organizadas por el abogado anti-corrupción y defensor de la oposición Alexei Navalny, en un claro desafío a la prohibición de “agitación política” en los días de las elecciones.
Navalny no pudo asistir al evento, después de ser arrestado por una manifestación anterior no sancionada. Pero eso no impidió que por lo menos 2.500 manifestantes se congregaran en la Plaza Pushkin de Moscú, donde hicieron frente a una policía despiadada, agitando pancartas decoradas con eslóganes como “No Way” (“De ninguna manera” en inglés y un juego de palabras con el nombre de Putin: “put” significa “manera” en ruso) y “Putin, es hora de jubilarse” (tiene 65 años).
Entre los manifestantes había muchos jóvenes, furiosos no sólo por la reforma jubilatoria, que no los afectará por mucho tiempo, sino por los fracasos más generales del régimen de Putin. Muchos creen que aún si Putin le hubiera devuelto a Rusia la condición de “gran potencia”, eso no compensa la corrupción desenfrenada y la falta de oportunidades en el país. Los jóvenes consideran al régimen pasado de moda y ven al propio Putin como un obstáculo para los cambios –como una mayor inversión en programas sociales- necesarios para mejorar los estándares de vida.
Pero no son sólo los jóvenes los que están amargados con Putin. Los empresarios rusos están frustrados por los efectos de las sanciones y enojados por los aumentos de impuestos planeados. Al igual que los rusos jóvenes, los emprendedores cuestionan si la política exterior asertiva de Putin de nacionalismo militante, que le reportó tanto respaldo doméstico en el pasado, justifica el precio, incluido el costo real de las actividades militares de Rusia y el impacto del creciente aislamiento económico y político de Rusia.
Putin sin duda sabe que su posición es inestable. Es por eso que la policía infligió un trato tan brutal a los manifestantes y llevó a cabo cientos de arrestos. El Kremlin no sólo teme más protestas, sino también una mayor oposición de la gente de negocios, que en algunos casos pertenece a las elites poderosas de Rusia. Las autoridades regionales también podrían comenzar a sabotear las decisiones del Kremlin.
La imagen de Putin como un paladín de la grandeza de Rusia y un símbolo de esperanza se está desvaneciendo, y su táctica ensayada y comprobada para renovar su popularidad –digamos, anexando territorio de un país vecino o interviniendo en una guerra civil- no es una estrategia práctica a largo plazo. A menos que Putin realice cambios reales dentro de Rusia, su rating de aprobación seguirá cayendo, lo que aumentaría las posibilidades de que, de una manera u otra, finalmente deje la presidencia cuando termine su actual mandato en 2024, si no antes.