Los días corren más de prisa y la navidad nos sorprende en un abrir y cerrar de ojos. Es esta la percepción más común sobre el discurrir del tiempo en estos tiempos. «Duración de las cosas sujetas a mudanza», lo define así el Diccionario de la lengua española establecido por la Real Academia Española. Esa es la acepción 1, porque la 2 reza así: «Magnitud física que permite ordenar la secuencia de los sucesos, estableciendo un pasado, un presente y un futuro, y cuya unidad en el sistema internacional es el segundo». ¿Durará lo mismo la Tierra en su girar? ¿Acaso habremos perdido la capacidad de ordenar los sucesos de nuestras vidas como antes lo hacíamos?

Lo cierto es que sentimos la sensación de que ya el día no tiene 24 horas ni las horas 60 minutos ni el minuto 60 segundos. Despertamos el lunes y, de repente, ¡zas!, ya es jueves. Vemos nacer a nuestros hijos y como por arte de magia crecen y una mañana tu nena te dice: «Papi, estoy embarazada». Es inevitable la sacudida. Es como si estuviéramos inmersos en una película de ciencia-ficción.

Obra de Salvador Dalí.

¿Percepción o realidad? Elaboramos una agenda planeando hacer cosas que en poco tiempo pasan a ser memoria y al menor descuido el futuro ya es presente. Ya no hay que viajar en el tiempo, pues el tiempo viaja en nosotros y a su modo nos transforma la vida sin apenas darnos cuenta de que ya la juventud se ha ido y ya nos queda poco para planear el tiempo. Nos invaden los distractores creados por la revolución tecnológica en el ámbito de las comunicaciones a través de las redes sociales, que hacen posible la celeridad del vuelo del tiempo.

Pero, ¿en verdad ha cambiado el tiempo o ha cambiado el ser humano y su modo de percibirlo y de valorarlo todo? Existe un vínculo íntimo entre el ritmo y el tiempo y no tan solo en la música eso importa, sino, también, en la vida cotidiana del hombre en todas sus manifestaciones. Y esa rutina ha sido alterada por la invasión ya señalada de los distractores que la pandemia producida por el COVID-19 ha estimulado.

Se ha dicho muchas veces y lo repito ahora: sentimos que no marcha el tiempo cuando ansiamos la llegada de algo o de alguien; sentimos que transcurre rápido cuando esperamos el momento de la condena a morir tirado por el desfiladero o en la horca, como en una película western. El genio de Willian Shakespeare lo dice de una hermosa manera: «El tiempo pasa muy lento para los que esperan, muy rápido para los que temen, muy largo para los que sufren, muy corto para los que gozan; pero para quienes aman el tiempo es eternidad».

Y al reflexionar sobre lo volátil que es el tiempo —volátil es la vida misma del hombre, que vuela y se esfuma con el viento y que, con el tiempo, se diluye en el olvido— quizá esté cometiendo un acto de incalificable atrevimiento, puesto que han sido tantas las mentes brillantes que a través de la historia de la humanidad sobre él han sentenciado, legándonos grandes enseñanzas y que en estos tiempos pandémicos, que nos ofrecen ocasión idónea para reflexionar, podrían resultarnos de enorme provecho. En ese sentido, el consejo de  Benjamín Franklin a mí me parece formidable: «No malgastes tu tiempo, pues de esa materia está formada la vida». Es como decir: «pierdes tu tiempo, pierdes tu vida».