Fotografía de Hilda Pellerano

Siempre he tenido una relación compleja con mi país, en especial en lo referente a la religión, sobre todo por la fuerte influencia que tiene en lo relacionado a lo que considero derechos humanos, en este caso, el tema de las causales. Por otro lado, nunca he estado de acuerdo con el término “pro-vida” para referirse a personas en contra del aborto, aunque resalto que me parece una pensada elección mercadológica, ya que de inmediato implica que los que luchamos por los derechos de las mujeres a tener opción de decidir sobre su propio cuerpo, abogamos por la muerte, o pretendemos que el aborto sea un método anticonceptivo o la medida automática para las mujeres que no desean llevar a término un embarazo, cuando lo que deseamos es disminuirlos y ojalá poder eliminarlos, a través de un cambio sistémico que incluya más formación y educación sexual, algo que a menudo también encuentra resistencia de parte de grupos auto-denominados cristianos.

En un escrito anterior que titulé sencillamente “Las tres causales”, hice mi mejor esfuerzo por ponerme en el zapato del otro, entendiendo que el tema del aborto es un camino espinoso, extremadamente difícil de discutir en un país arraigadamente religioso, aunque pareciera que con todas las explicaciones de lugar, quedaría claro que las causales se refieren a nombradas excepciones en que la madre y/o el feto corren peligro, o bien la mujer ha sido víctima de violación.

 El sentido común indica que no debería ser motivo de debate, y sin embargo acá estamos, en una especie de guerra de bandos contra la oposición de una gran cantidad de individuos que a pesar de admitir y aceptar que pueden existir situaciones complicadas en un embarazo, utilizan una retórica moral a mi entender poco analítica y algo terca. Lo cierto es que absolutamente todas las personas renuentes con las que he conversando al respecto, concuerdan en que “obviamente” si la vida de la madre o el feto estuvieran en peligro, se haría lo necesario por salvarlas, sin embargo continúan firmes en sus posturas contra la legalización de dichas excepciones, evadiendo por lo general cuestionamientos lógicos, como si analizar y reconocer la realidad que apremia a las mujeres en estos aspectos les fuera a despojar de una identidad forjada en base a creencias y condicionamientos que no están dispuestos a desafiar.

Sobre la más profunda y dolorosa premisa en casos de violación, una persona allegada y de fe católica a quien debatí sobre el asunto me respondió por texto: “Si una niña -o niño- es violada/o entonces hay que llevar al violador a juicio”. El comentario fue parte de una respuesta más amplia en que dejaba entreclaro su posición anti-aborto, pero lamentablemente eso es simplificar las repercusiones psicológicas, las cicatrices emocionales y el hecho de que la mayoría de las violaciones a menores van de la mano con manipulación a base de miedo y por ende son poco reportadas, precisamente por el temor de la víctima hacia su atacante, además de tratarse de una problemática recurrente que nos negamos a enfrentar directamente. 

No lo comparto, pero en ocasiones entiendo el sentimiento anti-aborto, a sabiendas de que hay una narrativa específica en contra de la misma ciencia, y por tanto mucha desinformación. Las causales, por su parte, son otro asunto más evidente, claro y sencillo, pero el tema se ha politizado, y ahora nos encontramos con un país dividido en argumentos que atraen apasionadas respuestas y posturas.  

Por desgracia, acá la que sale perdiendo es la mujer dominicana, sobre todo de clase trabajadora, en un país que hasta la fecha es uno de tan solo cinco en toda Latinoamérica que la castiga con prisión si se atreviera a tener un aborto clandestino, aún por los motivos que ahora se intentan incluir como excepción en el Congreso. La real guerra entonces, no es contra las causales, es contra las mujeres, aunque cueste admitirlo.