Hace unas semanas, el periódico español “El Mundo” publicó un artículo detallando la vida estrafalaria, abusiva, y tragicómica de la familia del dictador Daniel Ortega – revolucionario trocado en déspota bananero – semejante a otras parentelas de quienes ejercieron, ejercen, o pretenden ejercer el despotismo en nuestras latitudes.
Entre los Ortega, cada hijo tiene un coto de saqueo en la administración pública. La esposa, que intercambió la violación de su hija por el mando absoluto del clan, reparte entre sus vástagos porciones del tesoro nicaragüense a su antojo. A uno de ellos, Laureano, de 34 años, aspirante a cantante lírico, mandó a construirle un teatro, y se ocupa de llenárselo de público cada vez que mal canta.
El mexicano Antonio López Santana, en el siglo diecinueve, ordenó un funeral de Estado a su pierna amputada; misa y desfile militar incluidos. Mariano Melgarejo en Bolivia, por la misma época, declaró guerra a Inglaterra sin saber que era una isla; cuando lo supo, ordenó a sus soldados nadar hasta encontrar al enemigo. Francisco Solano, en el Paraguay, adquirió una corona igual a la de Napoleón para usarla en su casa. Aquí, la familia Trujillo, practicó un nepotismo tan extravagante y criminal como el de la familia Ortega. Ejemplos sobran. “El tiranuelo” es un virus en latencia que habita el cerebro de los líderes tercermundistas.
En el último párrafo de ese artículo aparecen las declaraciones de un empresario nicaragüense. Al preguntársele sobre la tragedia actual de su país, contestó: “El problema es que le dejamos cometer sus excesos, que iban en aumento, porque nos iba bien…” “Miramos para otro lado…” Así se lamentaba ese hombre de negocios. Ese arrepentimiento tardío, principal motivo de estas cuartillas, no sirve para nada: el daño ya lo habían hecho colaborando con el régimen.
Desde siempre, segmentos de la sociedad contribuyen a la gestación y mantenimiento de las dictaduras. Siguen haciéndolo en el presente, tolerando la escalada autoritaria a cambio de su prosperidad. Se hacen de la vista gorda o, peor aún, participan activamente en el diseño represivo, como lo vemos ahora en nuestro país.
Sin embargo, esos criadores de déspotas suelen ser los primeros que, cuando llega la tragedia, se golpean el pecho arrepentidos. Entran en pánico dándose cuenta que pierden el control del monstruo que alimentaban alegremente. Entonces, lloran al ver los demonios sueltos en la colectividad.
La vida imperial, gansteril y extravagante que, a costillas del pueblo de Nicaragua, llevan Daniel Ortega y sus parientes, es la misma que llevaron los tiranos de estas tierras desde el descubrimiento, consentida por una clase gobernante mercantilista, la Iglesia católica, y la apatía inicial de las mayorías.
El barbarismo y la extravagancia de los dictadores latinoamericanos resulta absurda, sin embargo, todavía hoy, los aspirantes a déspotas siguen entre nosotros. Bregamos todavía con personajes como Maduro, Raúl Castro, y los Ortega. Entre nosotros, golpean sin disimulo las inclinaciones totalitarias del presidente Danilo Medina y sus partenaires.
El más reciente atentado contra la libre expresión de pensamiento por parte del gobierno – ejecutado por los dueños de CDN, beneficiarios directos del desfalco de Punta Catalina – y el intento de subyugar las fiscalías de la república, apestan a dictadura.
Por eso, quienes se asocian con el gobierno deben meditar sobre ese “mea culpa” del empresario nicaragüense frente al desastre de su patria: “Nos iba bien y miramos hacia otro lado”, dijo el hombre de negocios. Quizás, estemos a tiempo de poder detener esta locura, pero para detenerla, esos que comen del poder deberán recordar con urgencia que “Guerra avisada no mata soldado, y si lo mata es por descuidado”.