El Partido Comunista Dominicano (PCD) quería impedir las elecciones municipales de 1968, pero algo salió mal y se produjo una estampida que luego tendría consecuencias terribles, que se revelarán en una próxima entrega.
Recibimos la orden con entusiasmo: deben quemar todas las urnas de su demarcación. De esa forma sabotearíamos las elecciones para síndico de la capital, a las que el Partido Reformista presentaba a Guarionex Lluberes.
Era el alucinante año 1968, cuando se produjo la Invasión soviética a Checoslovaquia, al igual que la celebérrima “Ofensiva del año nuevo lunar”, en Vietnam. Y el asesinato de Martin Luther King, en Estados Unidos. El mismo año del Mayo Francés, de la Matanza de Tlatelolco, en Mèxico y los golpes de Estado que llevaron a dos militares a latir con el corazón del pueblo: Omar Torrijos, en Panamá y Velazco Alvarado, en Perú.
De manera, que aquella orden del PCD rendía tributo a la época. Por eso, cautivados por aquel tiempo de entrega, nos lanzamos al ataque. Chago Balita “U”, Miguel Guillermo, Teto, David Reyna, Luis (Cabeza) Sánchez, Danio, Guin, José Miguel, el obrero Máximo Pérez y otros.
Comenzamos con la urna que estaba en la oficina del Acueducto, en la Concepciòn Bona con Felipe Vicini Perdomo. Aparecimos en el lugar, como surgidos de la nada. Y se dio el micro-miting. ¡Abajo el gobierno, coño!
Se apuntaron al cielo dos o tres armas, tiros al aire y sacamos la urna. La quemamos, desaparecimos y, como habíamos planeado, nos reunimos en el próximo punto, donde volvimos a repetir el libreto. ¡“Fulanito (terminado en er)”/ Asesino en el poder!
Y en otro lugar. ¡Libertad, para los presos!
Y en otro. ¡El poder, nace del fusil/Así lo demostró, la Guerra de Abril!
Llegamos, pues, al ultimo lugar: la Juan José Duarte con Tunti Cáceres. Allí operaba otra oficina del Acueducto, donde estaba el “compañerito” Sarante, del PRD, en la zona de Héctor Bienvenido Mojica y César López (el que peinaba la Peña Batlle secándose el sudor con su pañuelo blanco). Ellos sabían del plan. Y nos apoyaban.
Pero, al llegar, Miguel Guillermo me dijo:
–Muchos compañeros se han quedado en el camino. No hay gente suficiente. Tendremos que dejar este objetivo.
-No–le respondi– voy a buscar más a la 23 con Villaespesa.
Y Teto me señaló a un comandante constitucionalista, también del PRD, que pasaba por el lugar, en un jeep. Lo abordamos y, al llegar a la esquina acostumbrada, recogimos a José Caonabo Andino. Al frente estaba Ramón Canó (El Doctor). Este era un amiguito de infancia que había nacido “con el corazón grande”, del que se decía que no pasaría de los 25 años. Tenía, además, un poco de retraso. Lo utilizábamos para cargar las gomas que encendíamos en los momentos de huelga, de caos, de confusión, de lucha.
Pero no lo creí apto para el momento. Seguimos el recorrido, poro no encontramos a más nadie. Y volvimos a donde estaba el Doctor:
–¡Móntate –le grité.
Salimos hasta la Máximo Gómez, cruzamos la San Martín y nos metimos por la callecita que estaba frente a Radio Mil. Volvimos a la San Martín y, allí, nos dejó el comandante.
Y la acción comenzó de inmediato: el micro-miting, la urna, dispararos al aire y la escapada.
Todo habìa resultado muy fácil. Pero, al llegar a la casa de César Pérez me esperaba la alarma.
– Huye, que dos policías fueron a tu casa para avisarte que te iban a buscar. Atraparon al Doctor. Y cantó claro de Luna.
¡Oh! Fatalidad: cuando terminó el micro-miting el Doctor regresó al punto donde nos dejaron.
–¿Dónde está el jeep de Jimmy? –le habrìa preguntado a un zapatero–. –El me trajo para quemar las urnas.
–Ok – le respondió el Zapatero–. Ven que te voy a llevar adonde Jimmy.
¡Era un calié!
Y con el doctor se dio aquel dicho de: “Le dieron cinco bofetones para que hablara y luego tuvieron que darle diez para que se callara”.
Nos delató a todos.
Ante eso, hube de escabullirme para donde mi hermana Lourdes, en Los Molinos, que era el lugar donde me refugiaba en tiempos de peligros, pensando en cuál sería mi próxima movida en aquel lance, donde a cada paso se sentía el embrujo de una época de gloria que hacía pasar la vida de prisa, escribiendo historias terribles sobre el pavimento, con lápices de color sangre, con pinceles llenos de sudor y brochas empapadas de lágrimas. Eran historias que no pasarían de modo pues, a despecho del tiempo, siempre serían contadas.
Como les contaré más adelante lo que pasó luego, aprovechando ahora para agradecer el gesto de los policías que me salvaron de caer tras las rejas, lo cual me hizo ver que siempre ha habido uniformados que se ponen de parte del pueblo, lo cual comprendía al escuchar que en ese momento, en la vellonera de la esquina, desafiando el peligro de aquellos tenebrosos 12 años, sonaba con fuerza este Cuco Valoy:
Yo puedo decirlo.
Yo estaba allí.