Hace solo 2,500 años Atenas llegó a ser la capital del mundo.  Era tanto así que, cuando hubo de sucumbir ante el poder militar de los romanos, éstos debieron pagar el precio de asumir como suya la esencia de la cultura helenística.

Grecia fue, para entonces, cuna de la democracia occidental, establecida como expresión de la voluntad política de una mayoría ciudadana reunida en el Ágora, el espacio público abierto de las polis (antiguas ciudades griegas) dedicado a las asambleas de ciudadanos libres.

Salvando las distancias y las formas, aquella fue una democracia no muy distinta a la que conocemos hoy. Una minoría gozaba de todos los privilegios otorgados por un estado benefactor a costa del sacrificio de una masa fungible de trabajadores bajo condición de esclavitud. Era solo el embrión de la democracia moderna atrapado en la camisa de fuerza del modo de producción esclavista.

Al ver las imágenes recientes de una Grecia en convulsión; plazas cubiertas bajo la humareda,  contenedores de basura incendiados por manifestantes enardecidos, barricadas en las esquinas y plazas, no pude evitar una mirada fugaz hacia aquel pasado de glorias todavía patentes en el famoso Partenón y la Acrópolis de Atenas.

Ante los ojos del mundo, el ágora en llamas mientras el claustro parlamentario discute las fórmulas económicas,  cada vez más precarias, para salvar a Grecia del desplome total.

Con un déficit fiscal de dos dígitos, una deuda en Euros imposible de manejar presupuestariamente y una reducción en la calificación riesgo-país, Grecia ha tenido que implementar una severa política de ajuste fiscal. Tuvo que subir el impuesto al valor agregado (equivalente al itbis) de 19% a 23%. Los salarios de los empleados públicos fueron reducidos en un 16% y se redujo también las prestaciones sociales a los pensionistas. En estas condiciones, ni siquiera  la inyección de 110,000 millones de euros aprobada para los próximos tres años por la Unión Europea y el FMI, parece ser suficiente para evitar la hecatombe. Grecia tendría que comprometerse a seguir las condicionalidades impuestas por sus rescatistas e iniciar un plan de austeridad verdaderamente draconiano, cuyos efectos sociales y políticos ya estarían a la vista.

Pero además, para salvar la situación en el mediano plazo y proteger la moneda europea del pánico bursátil, se ha tenido que crear un fondo de rescate que podría alcanzar hasta los 750,000 millones de euros.

Mientras el Fondo Monetario Internacional, el  BCE y la Unión Europea se mantienen ocupados tratando de apagar los fuegos de Grecia, el resto de la economía global, en los cuatro continentes, sigue amenazado bajo los efectos de una crisis financiera, ya no coyuntural sino aparentemente estructural,  aderezada por la especulación en los mercados de capitales, los altos precios del petróleo y una potencial crisis alimentaria mundial.    

No hay que alarmarse demasiado, pero convendría  saber que la crisis griega podría ser solo la punta del iceberg; se trataría de una descomunal masa congelada de deudas y déficit fiscal a escala planetaria, sumergida bajo la superficie a la vista, capaz de hundir el Titanic de la economía capitalista mundial con casi toda la humanidad como pasajeros.