El crecimiento de la matrícula estudiantil en la Universidad Autónoma de Santo Domingo ha alcanzado niveles tan exorbitantes –en la actualidad es alrededor de 181,338- que esta hipertrofia es responsable de que en varias facultades sus autoridades promuevan como profesores a profesionales no solamente sin vocación magisterial sino también huérfanos de toda experiencia en el campo docente.
No obstante persisten aun en su colectivo profesoral notables excepciones que prestigiarían cualquier centro de educación superior de este país, siendo gracias a éstas singularidades y en especial a los que todavía profesan en la Facultad de Ciencias Agronómicas y Veterinarias (FCAV) de Engombe, que las reflexiones que a continuación expresaré serán adecuadamente interpretadas.
Contrariamente al alumnado de Medicina Veterinaria y de Zootecnia, el estudiantado de Agronomía se caracterizaba, excepto contados ejemplos, por ser oriundos en su gran mayoría de las provincias del interior de la isla y sobre todo por un significativo índice de empobrecimiento consecuencia de la extendida depauperización reinante en esos campos olvidados por Dios y los hombres.
Una buena parte de ellos se distinguían también por una limitada formación normalista, una insuficiente cultura general y una deficiente educación doméstica, indicadores que sumados a los resaltados en el párrafo anterior los convertían en partidarios militantes de las ideologías radicales que bullían dentro del campus de la UASD las cuales pregonaban su pronta redención.
La existencia de estas dificultades que desalentarían a no pocos que escogen una carrera como forma para superar su postración socio– económica, muchos a fuerza de perseverancia y aplicación en sus estudios lograron titularse y en los presentes momentos no sólo llevan una vida digna sino que desempeñan funciones de relevancia tanto en el Estado como en la empresa privada.
Todo los descrito hasta aquí no es nada excepcional en otras facultades y es moneda corriente en la Escuela de ingenieros agrónomos de Engombe, pero lo que el autor de esta artículo en particular y a muchos de ex colegas docentes en general les resulta de grata satisfacción, es lo que a seguidas voy a relatarles y que sólo he apercibido en el transcurso de los últimos tiempos.
Se trata de la feliz comprobación de que un segmento de mis discípulos ya egresados de la Facultad en la actualidad son prósperos agroempresarios, algo no previsible cuando eran mis alumnos al tener que tomar a codazos el autobús para transportarse a Engombe, comer en humildes comedores en los alrededores de la zona y no mostrar jamás en sus vestimentas ningún indicio de bienestar económico.
Afortunadamente todos ellos se han enriquecido en el ejercicio de una de las variantes de la profesión como lo es la administración agroempresarial, porque es oportuno señalar que pueden existir otros que han hecho dinero desempeñado actividades divorciadas de la agronomía o la pecuaria, de quienes no me ocuparé en este trabajo por no procurarme su éxito pecuniario ningún tipo de entusiasmo.
Danilo y Maritza del Rosario (Isla Agrícola) Cecilia Díaz (Solagro) Victoriano Rodríguez (Quimagro) Jaqueline Lora Read (Calosa) Ángel Guaroa Medina (Fertiagua) Victor Lavandier (Agroconuco) Ramón Almonte (Almonte Comercial) Julio César Abreu (Empasa) y Federico Collado (Ferroagro) entre otros, simbolizan la victoria de la constancia, la tenacidad sobre la adversidad.
Salvo algunos de ellos que eran excelentes, cuando los citados fueron mis alumnos su rendimiento académico oscilaba entre bueno y aceptable. Ninguno revelaba inclinación alguna por el profesionalismo, tendencia esta que incita al estudiante inscribirse en una profesión únicamente por fines lucrativos. Y si no recuerdo bien, casi todos iniciaron su ejercicio profesional como asalariados del gobierno o de un grupo privado.
Durante el aprendizaje de su carrera a ninguno de los citados les ofrecieron las nociones elementales del comercio o de los negocios es decir, que ninguno de los que fuimos docentes en aquel entonces podemos ahora reivindicar a su favor haberles inculcado en la Facultad las informaciones claves que una vez graduados les sirvieron de base al logro de sus triunfos económicos.
Sí podríamos reclamar haber contribuido al reforzamiento de su vocación y al aumento de sus conocimientos en varios órdenes de la profesión, siendo de opinión que su presente pujanza dentro del campo empresarial obedece en exclusividad a la posesión de dotes, cualidades muy personales que son imprescindibles para resultar victorioso en el incierto mundo de las ganancias.
Parece ser que en su totalidad estos muchachos consideran el riesgo como una oportunidad que debe aprovecharse. Estiman que todo puede ser objeto de venta si alguien puede ofrecer un precio superior a su valor. Están convencidos hasta el tuétano que los sentimientos son incompatibles con los negocios, y además que constituye un reto, un desafío a su voluntad los progresos registrados por la competencia dentro de sus actividades comerciales.
Saben también que el comercio es una especie de montaña rusa con sus altas y sus bajas no debiéndose uno descuidar durante la bonanza y mucho menos desesperarse al momento de las vacas flacas, y sobre todo confían a ciegas en ese extraño arrebato, inspiración que asalta a todo negociante cuando realiza un intercambio comercial aunque este sea de poca monta.
Algo de lo que están abundantemente provistos éstos prósperos egresados pero que nadie sabe en qué consiste, que no se aprende en ninguna universidad ni tampoco tiene el aspecto de ser hereditaria, es lo que denominan visión comercial. Como se sabe esta es una especie de sagacidad, de intuición sin la cual resulta imposible triunfar en los negocios, estando al parecer muy bien dotados esa reducida fracción del discipulado hoy convertidos en significativos contribuyentes del Estado Dominicano.
A pesar de ser profesionales y haber adquirido el hábito de concederle prioridad a lógica durante sus íntimas reflexiones, al realizar un negocio de altos vuelos frecuentemente se fían más del instinto que de la razón, no se inclinan obedientes a lo sugerido por la inteligencia sino más bien por el olor, por la pinta que presenta la oferta de quienes desean establecer con ellos un trato de naturaleza mercurial.
Sus vivencias en las actividades mercantiles le han enseñado que el precio de un producto agrícola no depende de su riqueza nutritiva ni de su apariencia sino más bien de su escasez o abundancia en el mercado; el de un agroquímico (abono, herbicida, pesticida etc.) no es consecuencia de su presentación o procedencia sino de su eficacia, disponibilidad, novedad y en los actuales momentos de su amistad con el medio ambiente.
A diferencia de los empresarios tradicionales éstos jóvenes agroempresarios dominicanos proceden cada cierto tiempo al refrescamiento y actualización profesional de los técnicos a su servicio, y a consecuencia de una cierta sensibilidad social adquirida durante sus estudios en la Universidad Estatal le dispensan a su personal un tratamiento salarial, una asistencia sanitaria y una consideración individual no muy usual en la patronal nacional.
¡Cuánta satisfacción ver los apretujados usuarios de las atestadas guaguas que los llevaban a la finca de Engombe convertidos hoy en propietarios de vehículos de gran cilindrada y de último modelo! ¡Que profundo regocijo constatar que los antiguos clientes de comedores de mala muerte ubicados en la cercanía de la Facultad, actualmente comparten mesa con las estrellas emergentes del empresariado local!
Aunque la capitalización de un individuo le induzca a pensar que ha triunfado en la vida, el enriquecimiento alcanzado por los ex-alumnos de la Escuela de ingenieros agrónomos no le ha provocado un cambio de comportamiento con respecto a su profesores de antaño conduciéndose por lo general con un comedimiento y decencia ejemplares, que casi siempre es lo esperado cuando la prosperidad se logra a base de esfuerzos y sacrificios.
Deseo finalmente dos cosas: que me excusen los agroempresarios de Engombe que involuntariamente no cité en este trabajo y segundo que todos ellos representan un claro testimonio de que la profesión de ingeniero agrónomo, a pesar de los pesares, puede ser aun lucrativa constituyendo para quienes a la hora actual cursan la carrera un incentivo nada desdeñable para proseguir en sus estudios universitarios.