La intelectualidad progresista de Estados Unidos y Europa ha acudido al reservoir de pensadores del liberalismo, la democracia y el socialismo para tratar de entender lo hasta hace poco inconcebible: que  Donald Trump -un demagogo sin experiencia política, con todo el partido que lo postulaba a la presidencia de la más vieja democracia constitucional del mundo en contra, arando en el mar de una opinión publica adversa gracias a la “manufactura del consenso” (Chomsky) de los grandes medios de comunicación global y enfrentando una de las maquinarias políticas más aceitadas, potentes y experimentadas, como lo fue la coalición política y social que apoyó a Hillary Clinton- pudiese resultar triunfador.

Desde Rousseau hasta Karl Polanyi, pasando por la Escuela de Frankfurt y llegando hasta Francis Fukuyama, se ha tratado de encontrar en los clásicos del pensamiento occidental el secreto del triunfo de Trump. Y, sin embargo, salvo raras excepciones, el nombre del único pensador que podría descodificar este hecho político aberrante no ha salido a flote. Antonio Gramsci, el teórico marxista, fundador del Partido Comunista Italiano, encarcelado bajo el régimen fascista de Benito Mussolini, resume el ascenso de Trump y su persona en una sola cita: "El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos".

Lamentablemente el uso estratégico por los ideólogos del neopopulismo de las ideas de Gramsci produce escozor y ojeriza en los pensadores de la socialdemocracia liberal. Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, los padres fundadores del neopopulismo teórico, declaran muerta la Ilustración a la que siempre se adscribió Gramsci; de la mano de Carl Schmitt, proclaman que lo político es escenario de “antagonismos irreconciliables” y de la lucha de “amigos” contra “enemigos” y no simples adversarios con los que se puede pactar; postulan que la “hegemonía” se logra mediante la construcción de un “relato”, constituido de significados simples atribuidos arbitrariamente -según evolucione la “guerra de posiciones”- a “significantes vacíos”, tales como “patria”, “casta”, etc.; y, al declarar que vivimos en una realidad post factual, legitiman la “era de la posverdad”, lo cual es una clara contradicción con el pensamiento de un Gramsci para quien “decir la verdad es siempre revolucionario”. Es obvio que la “razón populista” no es gramsciana y que, en manos de Laclau/Mouffe y su aventajado discípulo a distancia Inigo Errejón, la propia figura de Gramsci es deconstruida al extremo que ella misma se vuelve un significante vacío al cual se le puede atribuir cualquier significado. Pero… ¿puede el liberalismo hacer uso del pensamiento del Gramsci previo a su deconstrucción por los teóricos del neopopulismo? ¿Qué puede decir Gramsci a quienes vivimos en el siglo XXI?

Ante todo, Gramsci, en una época que privilegia el accionar irreflexivo y repentista, nos convoca a pensar, a diagnosticar los males de nuestra democracia y a proponer remedios efectivos. En otras palabras, nos invita a construir “hegemonía cultural”, es decir, a "adueñarnos del mundo de las ideas, para que las nuestras, sean las ideas del mundo". En segundo lugar, el italiano nos conduce del pensamiento a la acción proponiendo la creación de una clase portadora de los anhelos de cambio social: "el paso de la utopía a la ciencia y de la ciencia a la acción. La fundación de una clase dirigente equivale a la creación de una concepción del mundo". Y tercero, lo que es más importante, contrario a la izquierda nihilista y pesimista, Gramsci, junto con Jurgen Habermas, nos dice que la modernidad es un “proyecto inacabado”, que no basta con señalar las falencias y carencias de la democracia representantiva, que hay que construir correctivos que posibiliten la participación ciudadana en las instituciones políticas y en la toma de decisiones, que todavía queda mucho por hacer para concretar los ideales de la democracia y del Estado de Derecho.

Mientras el neopopulismo construye referencias sociológicas muy llanas y simples (gente vs. casta, arriba vs. abajo, viejo vs. nuevo) para consumo de un “bloque histórico” plebeyo, que representa la “unidad popular” y que se autoconcibe como el único pueblo legítimo, Gramsci, plenamente insertado en la tradición ilustrada de la modernidad, propone construir un “sentido común ilustrado”, basado en el crecimiento intelectual de la mayoría, en una “filosofía de la praxis”, popular pero no populista, orientada por los principios y alejada del verbalismo y la demagogia como combustibles de la indignación de la multitud. Lógicamente, hay que pensar Gramsci en el siglo XXI y reapropiarse de su pensamiento. Hoy, por ejemplo, cuando todo proletario aspira a ser propietario, la hegemonía a construir es la de la clase media. Por eso las movilizaciones de indignados en nuestro país son convocadas, compuestas y organizadas por personas de esa pequeña burguesía tan aborrecida por la ortodoxia marxista pero que, como lo demuestra la historia dominicana, ha sido siempre la fuerza motora clave de los grandes cambios políticos y sociales. Esta clase, cuyos miembros fueron los fundadores, dirigentes y miembros de los partidos históricos dominicanos, cada día se siente más alejada de los partidos, acostumbrados a atrapar fácilmente el voto electoral mediante la red clientelar. ¿Qué debe hacer la clase media ante esta situación? Como intuyó Gramsci se requiere: (i) fortalecer la sociedad civil para controlar el poder y construir instituciones más participativas, haciendo caso omiso a las pulsiones “destituyentes” del populismo; (ii) educar para la libertad, la igualdad, la no discriminación y la emancipación (Paulo Freire); y (iii) redimensionar el Estado Social y construir una verdadera economía social de mercado con garantías fundamentales para todos los derechos, incluyendo sobre todo los derechos sociales. Lógicamente, parafraseando a Lenin, esta clase media solo podrá asumir esta agenda cuando tenga conciencia plena de la idea de la hegemonía y la haga concretamente efectiva.