En el año 2012 presenté en le Feria del libro dominicano en Nueva York mi primer libro que titulé “Vivencias en broma y en serio”. Allá conocí a don Marcio Veloz Maggiolo y de inmediato me acerqué con timidez para obsequiarle mi libro y pedirle, además de una foto, que si podía leerlo y darme su impresión. Me prometió que lo haría.

Por lo general uno suele solicitar este tipo de favores a figuras establecidas con la conciencia de que, difícilmente, lean tu obra porque no tienes el nombre ni el estatus para que un autor de sus méritos se detenga en la obra prima de un aprendiz de escritor, pero no fue así. Un buen día recibí un correo electrónico firmado por él y decía: “He leído su obra y le felicito, no todo el mundo logra un resultado de esa naturaleza al escribir un primer libro, siempre hay cosas que mejorar, pero en sentido general va usted por buen camino”.

Podrán ustedes imaginarse lo que representó para mí recibir esa retroalimentación del más importante escritor dominicano, el hombre al que todos quisiéramos parecernos, fue el momento más edificante de mi incipiente carrera como escritor y sin saber que iba a fallecer este año en mi reciente libro “Memorias del Sancocho” hice una especie de guiño a don Marcio Veloz Maggiolo.

Hoy, troncado por el aire de una brisa suave, veo el árbol enérgico dormir en un ataúd. Para quienes le conocimos este hecho consterna nuestro ánimo y estremece con clamoroso fragor las entrañas de nuestras almas.

Ahí está la tremenda realidad con toda su razón pavorosa. Silente está ya la voz de donde salieron tantas palabras de aliento, inclusive ante el hecho fatal de la muerte. Inertes reposan sobre el pecho, las manos que escribieron tantas obras importantes, pero que a su vez denunciaron con sus letras hechos atroces como se refleja en la carta que envió al presidente de los Estados Unidos señor Lindon B. Johson, cuando se produjo la invasión norteamericana de 1965 y agredieron la Universidad Autónoma de Santo Domingo.

Don Marcio fue una escuela de humildad y bajo su pecho latía un corazón inmensamente magnánimo. Por eso, ante su partida, han rodado lágrimas solidarias, aquellas que transparentan la sinceridad en momentos de aparente ofuscación. La muerte es una realidad a la que nadie escapa, para allá vamos todos porque sin excepción estamos sentenciados a ella.

Tu vida fue siempre una enseñanza, y tu partida también. Con ella aprendimos que, con la muerte de una persona, el doliente no ha perdido totalmente a ese ser amado. Puede recuperarlo de otra forma, mediante la incorporación psicológica de los aspectos buenos de la persona perdida, a través del recuerdo y del afecto y de ti existen tantos recuerdos y testimonios que será imposible decir que has muerto. Te quedarás siendo parte de nosotros dentro del propio mundo interior de nuestros afectos en el que estaremos unidos para siempre. El refranero popular afirma que, “después de muerto todo el mundo es bueno” expresión que define esa actitud imperativa de resaltar lo bueno de quienes hayan significado en nuestra vida algo especial. Pero en tu caso no ha sido así. Viviste el amor pleno en los demás, en tus hijos, tus amigos y seguirás vivo en nuestro corazón por siempre.

Tristemente la tristeza nos envuelve en su manto para acercarnos a la miseria, a lo que en realidad somos: finitud que se diluye en el tiempo. Para ello se vale de ambages poco agradables como la muerte, esa guadaña que nos acecha constantemente para hacernos saber el valor de la vida, de la presencia, de una sonrisa expresada a tiempo, de un te quiero expresado a tiempo, de un abrazo otorgado a tiempo.

Tal parece que sólo la muerte nos acerca al sentido real de la presencia del otro, a una presencia que se hace eterna en la ausencia, que se queda en el recuerdo de lo que fue, aunque es lo que realmente era, pero que no logramos advertir o reconocer hasta su ausencia.

Ahora la vida tiene nombre atrapada en el recuerdo de tu obra y por primera vez el cielo recibe a un ángel de hueso. Gracias Marcio.