A José Alcántara Almánzar, fraternalmente.
El dieciséis de noviembre de 1937, bombas incendiarias lanzadas por aviones nazis caían sobre el Museo del Prado en aquel Madrid herido de muerte por las tropas franquistas. Decidida a poner a salvo el tesoro conservado en la pinacoteca, la Segunda República ordena el traslado de las obras más importantes a Valencia, a la sazón, sede de gobierno. Sin embargo, una vez más debieron ser transportados por tierra durante la primavera del siguiente año a fin de escapar el continuo ataque fascista; en ese marzo de 1938 dos Goyas de incomparable significado histórico y pictórico, Los fusilamientos del 3 de mayo y El 2 de mayo o la carga de los mamelucos, son severamente dañados mientras viajan hacia Barcelona: un tajo de tres metros atraviesa el primer cuadro y numerosos agujeros maltratan al segundo. Muchas décadas después, disfrutamos la portentosa obra goyesca gracias a restauraciones de incomparable destreza técnica que mantienen vivo su pensamiento en el imaginario del observador. Cabe repasar el legado de Francisco de Goya y Lucientes (Aragón, 30 de marzo 1746 – 16 de abril 1828) no sólo por el onomástico que celebramos a la fecha de publicación de este texto, sino porque parecería que el momento histórico así lo exigiese.
Al estudiar las obras del aragonés evidenciamos que estas ni son patrióticas en el sentido simplista de la palabra ni tampoco llevan un propósito necesariamente histórico-cronológico, mas poseen una pertinencia imposible de ignorar porque perseguían revelar el horror y el absurdo de los conflictos bélicos, y estos, desafortunadamente no han cesado de ocurrir a través de las civilizaciones. Sin tomar bandos, Goya documentó el crimen del invasor francés con la misma intensidad que las deshumanizantes hazañas protagonizadas por el enardecido pueblo español resultado de aquellos abusos. Con el decidido propósito de sacudirnos, el maestro preconiza la locura de tiempos por venir en los dibujos que conforman la colección Desastres de guerra, en particular el número 72, Las resultas, en el que murciélagos en tinta negra atacan el cuerpo postrado de una mujer, para algunos la España herida, y a mi ver la libertad amenazada que vaticina la llegada de la sangrienta monarquía de Fernando VII.
Tres series de las obras más imperecederas de Goya revelan el acontecer de la época que le tocó vivir: Los fusilamientos, los Desastres de guerra y los Caprichos enfáticos. Los primeros evocan la dicotomía víctima-victimario protagonizada por la reacción popular ante la agresión de las fuerzas francesas del General Murat: en El dos de mayo tres corceles nos dirigen una aguda mirada detrás del cuerpo de otro caballo que en primer plano está siendo acuchillado por un patriota. En El tres, un pelotón de la Grande Armée fusila hombres y mujeres que han intentado rechazar las tropas extranjeras: una linterna ocupa el centro del lienzo sólo para subrayar las facciones de un hombre que manos en alto, y en reminiscencia al sacrificio de Jesús en la cruz, enfrenta la muerte desafiando a sus verdugos con valor y gallardía.
En el desastre número 12, Para eso habéis nacido, un dibujo de apenas quince centímetros de largo, la máxima expresión de repulsión a la guerra es manifestada a través de una figura erguida sobre un montón de cadáveres. Esta no es una silueta triunfante a pesar de ser la única que aparece de pie, al contrario, está tan derrotado este pobre hombre que deambulando tropieza con muertos, tal vez anónimos, e incapaz de contener sus entrañas ante la tétrica escena, vomita frente a semejante visión del desamparo humano.
La obra de este período y los lustros posteriores significó un vuelco en temática y estilo ya que a pesar de Goya disfrutar los privilegios de pintor de la Corte, los eventos que le tocaron vivir le trasformaron en un artista pionero en la desmitificación de la guerra como acto enaltecedor de la humanidad y de los pueblos. Otros conocedores han destacado la probable influencia que ejerció en Picasso (quizás en referencia al Guernica) o más recientemente sobre Botero quien de seguro pensó en Goya y sus desastres mientras concebía los lienzos que documentaron la ignominia de Abu Ghraib.
Goya expresó pictóricamente no sólo sus tormentos interiores sino también aquellos de los que era testigo: contribuyó al arte caricaturista con Los Caprichos enfáticos (últimas estampas de Los Desastres ), una colección de viñetas sobre la conducta humana en momentos donde lo aciago era la rutina; destacó casi como nadie el papel de las mujeres en la insurrección popular quienes junto a los campesinos y trabajadores humildes de la España monárquica pre-capitalista plantaron los cimientos del desarrollo y participación social en el más atrasado de los estados europeos de la época. Goya es además un precursor del estudio sociopolítico al documentar en sus grabados una estrategia militar de resistencia nunca antes conocida: las guerras pequeñas, Las guerrillas, título otorgado a los grupos armados organizados espontáneamente por la población contra el ejército francés.
Pero sobre todo, la obra de esta fase goyesca reflejó el ideal de un hombre consciente de sus propias contradicciones, capaz de pintar para la Corte a fin de sobrevivir económicamente y al mismo tiempo no renunciar a la sensibilidad que le llamaba a ilustrar cuanta injusticia observaba. Así, rechaza el honor de ser invitado a compartir con el monarca reinstaurado por la nobleza y la jerarquía de la Iglesia prefiriendo trasladarse a Zaragoza, cerca de su tierra natal, a fin de constatar en persona la desolación sufrida por aquel heroico pueblo asediado por las tropas napoleónicas.
En el ensayo Goya Robert Hughes sugiere que la obra del artista en el período de la guerra encomia al hombre contemporáneo a enrostrar la absurdez de los conflictos bélicos; para sostener tal idea el crítico compara la imagen de uno de los Desastres de guerra, el número 50 titulado ¡Madre infeliz!, con la fotografía de la niña vietnamita que en 1972 recorrió el mundo: Phan Thi Kim Phúc, quien contaba apenas con nueve años de edad cuando fue retratada huyendo desnuda tras sufrir quemaduras durante un bombardeo de napalm. Dos siglos antes ¡Madre infeliz! mostraba unos hombres que piadosamente arrastran el cadáver de una mujer víctima de la guerra mientras su hija se frota los ojos desesperadamente en una de las más desgarradoras escenas en toda la obra goyesca.
Goya murió sordo envuelto en las tinieblas del pensamiento, mas, tal como anota Hughes dejó un legado ilustrativo del nuevo ser humano que el siglo XVIII insinuaba: “(…) la idea de que la guerra entraña una injusticia infame y monstruosa y se convierte en una fría máquina de matar hombres, y, la mayoría de las veces, no deja ninguna estela de gloria a su paso, un antecedente de la visión moderna de la guerra.” De estar vivo hoy, a Goya le hubiesen resultado familiares las escenas de Mosul, Lampedusa o Alepo, guerras contemporáneas que sin ‘mayos’ ni ‘fusilamientos’, sin ‘caprichos’ y con todos sus impensables ‘desastres’, están peligrosamente cerca de aquella España suya devastada por el poder y la ambición y que hoy libran sedientos fanáticos de todo credo e ideología. Y por supuesto hablamos aquí también de sangrientas guerras económicas en las que víctimas y pueblos enteros son echados al mar vencidos por el desamparo y la miseria.