Las motonetas Vespa de Antonio Bello y Héctor Fundación parece que no tenían fin. Las motocicletas 50 y 70 Honda de Arturo y Bigeni, tampoco. Pero en el Pedernales de aquellos días del sesenta hasta el ochenta del siglo XX, estos vehículos no se usaban para la echadera de carreras mortales, ni para motoconcho, como ahora. Mucho menos para cargar contrabando, drogas y traficar con humanos porque aquellas actividades estaban restringidas a las camionetas, jeepetas y autobuses con pase de impunidad. 

Salvo las celebradas piruetas de los mecánicos de motores, Tope, Rafelito y Eloy el Mono, se usaban como medios de trabajo. Bigeni no le quitaba de encima un cerón, y en Los Olivares, a cuatro kilómetros del pueblo, lo atestaba de guineos y otros víveres.

A Antonio Bello, siempre con su sombrero de alas anchas, se le veía en su vespa de un lado para otro, despacito, visitando a sus amigos, incluido Macho Bao. Héctor, igual.

¿NOSTALGIA?

Pedernales era un pueblo tranquilo, con la migración desde la frontera menos alborotada y la solidaridad a flor de piel. La fonda de Chelita estaba en sus buenas. Con las lluvias y truenos de mayo, los cangrejos minaban las calles céntricas, y salir o entrar al municipio por la carretera principal, implicaba aplastar cientos de cangrejos, grandes y chiquitos. Porque los manglares, su hábitat, se preservaban vírgenes, no como el cuasi desierto provocado por la indolencia.

Para los jóvenes, representaba un placer irse de noche en trullas, a pie o montados en vehículos, caballos o burros, para atrapar cangrejos que, si estaban flacos, engordaban en “cangrejeras” construidas por ellos mismos con zinc, palos y tablas. Iluminaban las noches oscuras con lámparas que fabricaban con un jarro mediano “de salsa de tomate”, al que llenaban con gasoil, y una mecha corta de trapos viejos, para abrirse paso entre los trillos de guasábaras y enredadaderas. Era la mejor lámpara, decían. En su faena llenaban “sacos de chanchán” con tales crustáceos.

De regreso a casa, al día siguiente,   salcochaban una parte y la colocaban sobre una planchuela de metal u hojas de plátanos para una comida colectiva.

La barra de Leonel Santana mantenía su oferta de “lecha batida” y su respectivo “bigote”, el sobrante del “jugo” en el vaso de la licuadora. Para aprovecharlo, había que beber rápido, y como no había sorbete, se hacía “a boca limpia”, por lo cual la leche hacía una marca blanca sobre el labio superior. Los bares de Lindo y Claudio Tejeda, vibrantes.

Luis Ferreras llegó después con La Cedrina, frente al cine Pedernales, un sitio de bebidas y música atractivo para la juventud. El mismo sitio donde el reconocido trombonista y arreglista Joan Minaya y su orquesta amenizaron una fiesta organizada por la Asociación de Estudiantes Universitarios.   

DESENGAÑO Y SU DUEÑO

Pedernales vivía los tiempos de las ocurrrencias de Juan la Chispa, quien –cuando se metía en tragos– se antojaba con nublar el cielo a tiros. O con amansar su toro bravo con un método inimaginable, como sucedió en la comunidad de Ávila, hacia el norte, en los altos del Baoruco. En el potrero donde criaba sus reses, quiso colocar un “narigón” al padrote, un toro cebú al que llamaba “Desengaño”. Solo con esa pieza de metal que atravesaba la nariz del mamífero –entendía él–  se podía contener su fuerza bestial.

Lo colocó, pero el “narigón” quedó abierto de un lado. Entonces bajó al pueblo en su camioneta y montó una máquina de soldar. Subió raudo a la la montaña para dar el punto de soldadura que, según él, faltaba.

A soga corta, amarró al animal de su casita de madera. Y comenzó la letanía: –“Desengaño, calma, paz, que es tu amo. Soy yo Juan la Chispa…”

Desengaño se resistía a las caricias. Bríos por todas partes. Levantaba a menudo, ligeramente, sus patas traseras, como si fuese señal de advertencia. Movía el rabo, y no era para espantar moscas molestosas porque no había en el entorno. La Chispa se acercaba a la nariz para soldar el “narigón”, pero cuando el toro sintió el impacto de los electrodos, dio un salto, haló con toda su potencia y comenzó a correr.

La rica imaginería popular cuenta que Desengaño “arrancó la casita de Juan la Chispa y anduvo como una semana arrastrándola”, mientras él corría, desesperado, por los despeñaderos de la comunidad agrícola Ávila, gritando, sin que su toro le hiciera caso.

DESCUBIERTA LA FRONTERA

A ese pueblo distante de la capital, eternamente abandonado por el Estado, pero en paz, llegó desde La Romana un personaje funesto cuyos aletazos se sienten aún después de su deceso: Gordo Molina.

No fue el primero ni el último, pero él, como “el doctor Marchena”, marcó una época de desafueros con la anuencia de las autoridades locales. Era considerado como un “próspero empresario”.

Pero este hombre de unas 350 libras, de caminar lento como una tortuga cansada,   entendía que el orden en al frontera no daba beneficios. Maleficio que ha crecido hasta hoy.

Unos lo categorizaban como el rey del “pillái” (contrabando de azúcar, ajo, rones…). Otro, como “Papá Dios”. Tenía su aren, mujeres al por mayor, cada una en su casa. Cuentan que exhibía habilidades de prestigiditador cuando debía pagar papeletas; siempre se quedaba con una parte sin que lo advirtiera el acreedor. Era dueño de varios camiones y patanas que sacaba de las agencias y, a los tres o cuatro meses de uso, se los dejaba quitar porque era su modus operandi. De su colmado-almacen –cuentan–  sacó toda la mercancía y luego lo quemó para cobrar el seguro. Fue pionero en bancas de apuesta.

Un día, entró en conflicto con el guardia Barrientos, quien le pegó un tiro que los cirujanos prefirieron no extraer en vista del sitio donde se alojó. Diabético, Gordo Molina murió, pero en Pedernales dejó sus manchas imborrables, una de las causas de los lodos de estos días.