Si nada es más seguro que la muerte tampoco es rebatible la sentencia del filósofo griego Heráclito de que “todo fluye, nada permanece”.  De hecho algunos creen que el cambio es más seguro que la muerte porque la antecede.  Es en ese contexto que debe anclarse el análisis sobre la globalización y sus consecuencias sobre la gobernabilidad. El impacto de lo primero, un fenómeno esencialmente económico, sobre lo segundo, un proceso político, requerirá cambiar las nociones esclerotizadas y caducas sobre la soberanía que impiden el desarrollo.

Como sucesor de la posguerra fría, la globalización implica una migración a nivel planetario hacia una “aldea global” donde las fuerzas de la competencia económica tienden a borrar las fronteras nacionales. Los  motores del cambio son las nuevas tecnologías de la comunicación, de la transportación y del manejo de la información con el uso de los computadores. Tales avances han ensanchado los mercados y engendrado un nuevo paradigma de producción que se distingue por la hegemonía de estándares de clase mundial y la cada vez más libre movilidad entre los países de bienes y servicios, capitales y personas.

El proceso presenta grandes retos para los países en vías de desarrollo. Las nuevas técnicas de producción requieren mayor proximidad entre proveedores, compradores y mercados y los más bajos costos de producción resultantes cambian las estructuras industriales. La producción en masa de bienes estandarizados cede el paso a la producción flexible de productos “customizados”, adaptados a las necesidades específicas de los consumidores. Esto a su vez va aparejado de una creciente apertura comercial y una mayor integración de las economías. De ahí se deriva una interdependencia entre las naciones y una oleada de cambios culturales y políticos en la sociedad.

Por su lado, el inmemorial determinismo de lo económico sobre lo político cambia la gobernabilidad. Esta última se define como un proceso mediante el cual “diversos grupos integrantes de una sociedad ejercen el poder y la autoridad”, llevando a cabo políticas sobre la vida pública y el desarrollo.  Entre Estado y sociedad se busca un equilibrio donde el primero ejerce su “capacidad técnica y política con que cuenta para dar solución a las demandas de la sociedad”.  Las soluciones exigen estrategias innovadoras y estas, a su vez, determinaran la estructura burocrática y los métodos de gerencia política a seguir.

En gran medida la globalización refleja el predominio de los credos de la cultura occidental, en tanto ha permeado todas las economías. Por eso  las estrategias se alinean con la liberalización y democratización de la cultura política. Pero el objetivo final de cualquier estrategia nacional de desarrollo siempre será la conquista del bienestar de la población como via para lograr la felicidad.  Resulta imperativo entonces que aquellas estrategias que no han dado resultado porque no han conseguido elevar el bienestar deban ser abandonadas y reemplazadas por aquellas que, de manera pragmática y sin abjurar de principios básicos relativos a la estadidad, logren los resultados buscados en menor tiempo y con mayor eficacia.

Nuestra Estrategia Nacional de Desarrollo (END) también parte de la premisa de que “en el futuro cercano no será posible competir sobre la base de mano de obra barata o ventajas comparativas estáticas, sino sobre la base de mayor conocimiento y tecnología, flexibilidad de los procesos, ambiente favorable a los negocios y buena gestión pública.”  En tal sentido, “las tendencias mundiales sugieren algunas condiciones deseables en cualquier estrategia de crecimiento con probabilidades de éxito. En ese sentido, es posible identificar tres elementos clave: innovación (tecnológica e institucional), inversión (tanto en bienes de infraestructura física como en educación y formación humana) y diversificación productiva.”

De lo anterior emanan nuevas ideas sobre las políticas públicas a ser adoptadas para catapultar nuestro desarrollo.  Se nota que a pesar de que la END se tiene como un marco técnico para guiar la toma de decisiones sobre esas políticas, algunas áreas de nuestra economía se encuentran entrampadas por la incapacidad gerencial de la clase política de la cual dependen. En ellas la gestión pública ha sido tan deficiente que avanzamos muy lentamente mientras la globalización nos pasa por el lado a velocidad meteórica.  En tales áreas los gobernantes no han logrado armonizar los requisitos del desarrollo con sus pretensiones de permanencia en el poder.

Cuando el fracaso nos estanca en el atraso se justifica que la sociedad civil demande soluciones innovadoras.  Por ejemplo, la clase política debe aceptar limitaciones a su poder en las áreas más críticas donde por largo tiempo su gestión ha adolecido de efectividad. No se puede seguir trillando el manido camino del supuesto “fortalecimiento institucional” –a cargo  básicamente de la clase política– para enfrentar esos problemas crónicos y se requiere “pensar fuera del cajón” para buscar nuevas soluciones.  Algunas de ellas requerirán la importación de una asistencia foránea para la clase política equivalente al “outsourcing”, dejando atrás la noción autárquica de la soberanía en el mundo globalizado. Stephen Hawking decía: “La inteligencia es la capacidad de adaptarse al cambio”.   

El ejemplo más patético de esto es la crisis del sistema eléctrico que venimos sufriendo por más de cuatro décadas.  Gobiernos vienen y gobiernos van y cada vez se agudiza más el déficit de producción y se entronizan los apagones, con las consecuencias que esto acarrea para nuestro aparato productivo y para el bienestar de la población. Nadie duda el enorme salto de productividad y competitividad que fuera posible en nuestra economía si lográsemos satisfacer la demanda de energía a un precio justo. Pero la gestión pública se hace cada vez más pobre –tal y como lo evidencia el caso de Punta Catalina—y un auxilio extranjero representa una opción atractiva para lograr la meta.

Lo mismo pasa con la situación de la seguridad pública. En la época postrujillista nuestra Policía Nacional, aunque expandida notablemente en materia de personal y equipos, ha involucionado hasta el punto de que, según las encuestas, la población siente que la delincuencia es el principal problema que confronta.  Con 37,000 policías y 51 generales, el cuerpo del orden dista mucho de satisfacer la necesidad de eficiencia en la prevención y persecución del crimen (aunque últimamente los servicios de la AMET han mejorado mucho).  Como no se otean señales de que la situación cambiará en el mediano plazo, resulta aconsejable contratar un auxilio foráneo para dar cumplimiento pleno a la vigente Ley de Reforma Policial.

Otro caso similar tiene que ver con la existencia de moneda propia.  Los desvaríos de la política monetaria y el malsano uso del Banco Central para sostener a los gobiernos y colmar de privilegios a una elite económica le han hecho mucho daño al país. El cuento de que tener moneda propia es la panacea de la soberanía solo se lo creen los que se benefician directamente de su existencia (o esperan hacerlo con una jugosa posición bancentraliana). Sustituir nuestra moneda por el euro y el dólar sería altamente beneficioso para la población y el aparato productivo. Los intereses creados alrededor de la moneda propia deberán ceder el paso al interés colectivo.

La “voluntad política” para introducir medidas innovadoras en esas tres áreas, lamentablemente, no ha existido por el temor de los gobernantes a perder lealtades y beneficios.  Por eso la clase política se resiste a las soluciones innovadoras que son compatibles con la globalización.  Aunque cedemos soberanía cuando firmamos convenciones internacionales, nos integramos en tratados de libre comercio y aceptamos cooperación internacional en proyectos específicos, la reacción es airada cuando se pide a la clase política renunciar a algunos de sus fueros locales respecto a la gestión pública de áreas estratégicas de la vida nacional.  El cansado estribillo sobre la “defensa de la soberanía” es el recurso defensivo más usado.

La globalización, sin embargo, ha puesto en tela de juicio el viejo concepto de soberanía. En el 1576 Jean Bodin la definió como “el poder absoluto y perpetuo de una República.”  Pero su noción de que “el soberano” es quien tiene el poder de decisión y de dar leyes sin recibirlas de otro (estando sujeto solo a la ley divina o natural) es tan obsoleta como la de soberanía. Hoy día esta no implica que el manejo del pueblo, el territorio y el poder sea estático. Hoy día no es el soberano quien decide sino los requisitos del bienestar popular.  Por eso ciertas atribuciones de los gobernantes deben ser rediseñadas para que puedan recibir auxilios externos, garantizando así la idoneidad de la gestión pública.  Eso es muy diferente al anexionismo que pretendían Santana y Baez.

Los cambios radicales de paradigmas ya son frecuentes en el mundo globalizado. Aquí la sociedad civil tiene derecho a exigir a la clase política un cambio de paradigma en algunas áreas críticas de la economía. Si contratáramos por diez años el manejo del sistema eléctrico con el Japón, la Policía Nacional con Singapur y adoptáramos el euro y el dólar el bienestar de la población –objetivo máximo de la política pública—se lograría más fácil y rápidamente. Calificar medidas de ese tipo como “anexionistas” es solo una necia apreciación de alguien cuya barahúnda mental languidece desactualizada. John Maynard Keynes nos dijo: “Cuando las circunstancias cambian, yo cambio de opinión. ¿Usted qué hace?”