Sobran ejemplos. Desde la masiva aglomeración de Podemos en la Puerta del Sol en Madrid, la victoria de Syriza en Grecia hasta el crecimiento del Frente Nacional en Francia, son todos un cuestionamiento al arreglo político-institucional vigente. Son síntomas que hablan, nueva vez, de dos grandes malestares actuales: la identidad nacional en un contexto globalizado y la angustia que genera la distribución desigual del poder político-económico. Ambos fenómenos, mal manejados, han conllevado la deslegitimación progresiva de las élites políticas y económicas en diferentes países del globo y a la emergencia de movimientos populares, cuando no populistas. La incapacidad a dar respuestas pide el fin de un ciclo.

Estos fenómenos deben y han sido analizados en sus contextos nacionales específicos. Sin embargo, es de lugar entender el fenómeno estructural que  le sirve también de combustible.

Durante años callamos o nos hicimos los sordos.  Le hicimos el juego a un “trickle down effect” que nunca llegó. Apostamos a las formulas más que a la estrategia. Formulas que, para promover un modelo social, nos hicieron olvidar el consenso político, la democracia. Ocultando la política tras lo técnico, recurrimos a ellas. Nos dejamos arrastrar al error infantil de pensar la economía desde el laboratorio, abstraída de la realidad social; desde las leyes de la oferta y la demanda aplicadas en un vacío de fuerzas. Nos quedan los resultados. Reformas de molde implementadas a medias y, lo que es peor, demasiados perdedores de por medio. Las experiencias de los años 50 en los países en desarrollo nos decían ya que el crecimiento, aunque necesario, no genera por sí mismo inclusión y bienestar.

Las oportunidades que ofrecía la globalización nos cegaron. Los cambios socioeconómicos han transformado la economía política del desarrollo y de la distribución del ingreso. Los determinantes del aumento de la desigualdad tienen a la vez componentes nacionales e internacionales.

La movilidad de capitales y de las personas altamente calificadas ha contribuido a erosionar la base fiscal. Así, los Estados se han visto obligados a gravar más los factores menos móviles, como el consumo. Esta realidad en un contexto de competencia fiscal entre Estados, dificulta la adopción de sistemas fiscales más progresivos, limitando la capacidad de las finanzas públicas para ejercer un rol redistributivo que garantice la cohesión social. Es así natural que se ponga en tela de juicio la legitimidad del impuesto cuando los más afortunados no contribuyen una partida justa para financiar la vida en común. Una realidad similar dio inicio a la Revolución Francesa.

La sociedad de hoy, en occidente, no es la sociedad industrial del siglo XIX y el siglo XX. Los cambios sociales han transformado los modos de participación política de la población. Es notable la caída en occidente de la política de masas organizadas en sindicatos, lo que ha minado la capacidad de negociación de los trabajadores así como la legitimidad de la negociación colectiva. Esta realidad se acentúa con la irrupción de la tecnología en los procesos productivos permitiendo sustituir mano de obra por capital.

Esta pérdida de poder de negociación por la repartición del ingreso no ha sido compensada por  la democratización del acceso a la educación de calidad como instrumento de la movilidad económica y de promoción de la innovación, profundizando el carácter dual de la economía, especialmente marcado en los países en desarrollo. 

El proceso de concentración patrimonial, acompañado por la desaceleración demográfica tiende a incrementar el peso de la herencia en la distribución del ingreso (Piketty). La brecha social es cada vez mayor y la meritocracia un mito.

La libre movilidad de capitales y la acumulación lograda en el período de relativa paz luego de la Segunda Guerra Mundial han dado un peso sin precedentes al sector financiero, lo que supone efectos positivos y negativos. Las oportunidades de negocios y la disminución del costo del endeudamiento son efectos positivos evidentes. Se habla menos de la mayor propensión a las burbujas y la inestabilidad financiera en función de los ánimos de los mercados.

La situación genera, además, ventajas fiscales ligadas a la competencia fiscal, incluyendo los mecanismos de optimización fiscal y de transferencia de beneficios. Además, los avances tecnológicos permiten a una empresa participar de la economía de un país sin tener implantación fiscal en el mismo.

Si ayer se pensó que el libre comercio permitía  poner fin a los oligopolios propios a los mercados nacionales (Krugman) hoy vale preguntarse si no estamos avanzando hacia una estructura oligopólica en un mercado globalizado. Parece así reafirmarse que el oligopolio es la estructura de mercado paradigmática del capitalismo.

La tensión entre una economía globalizada y un sistema de gobernanza pensado para un contexto de economía nacional hace obsoletos (desfasados) instrumentos de gobierno concebidos para el siglo XX.

Desigualdad y la política

La ausencia de un sistema de gobernanza efectivo para la economía mundial deja unos pocos claros ganadores. El contexto de creciente desigualdad, y en el caso de occidente acompañado por una pérdida progresiva del poder adquisitivo de la clase media y los sectores populares, contribuye a socavar los principios básicos de la democracia en la medida en que distribuye de manera tan desequilibrada el poder político y la capacidad de incidencia. 

Es fácil la complicidad y la auto-complacencia, mirar a otro lado mientras la situación nos convenga. Más aún cuando las élites sociales están cada vez más desarraigadas, desligadas del bienestar social de un país o región. Que la comodidad del privilegio no nos ciegue. Tarde o temprano habrá que hacerse la pregunta “¿Es esta realidad políticamente sostenible?” La pregunta se hace pertinente en la misma medida en que la situación descrita desestabiliza el sistema político y democrático; en que erosiona la legitimidad de los gobernantes, las instituciones y las políticas públicas.

Los síntomas están ahí: el creciente reclamo anti-globalización, los llamados al regreso del proteccionismo. Resurgen en diversas partes del globo movimientos nacionalistas y el regreso, legítimo, de los reclamos de clase.

El auge del nacionalismo

Cuando se analiza la progresión del Frente Nacional francés, se percibe que ésta se debe, principalmente, al terreno ganado en los sectores rurales y obreros de las regiones periurbanas, los perdedores de la globalización tal como existe. Es difícil no notar la dimensión económica del reclamo. De hecho, parte del atractivo en el discurso del Frente Nacional es justamente la promesa de un Estado de bienestar para los franceses y la defensa de la producción nacional a fin de proteger los empleos sobre el territorio francés.

No es casual, tampoco, que este sentimiento se apodere de sectores populares, trabajadores y obreros si consideramos que el trabajo sigue siendo un factor poco móvil. La nación sigue siendo el principal grupo de pertenencia y de identificación. La gran mayoría se vive antes como nacional que como ciudadano del mundo. En un contexto de marasmo económico, es un tema que permite crear mayorías gracias al deseo de supervivencia favorable bajo una narrativa con sentido pero con demasiada frecuencia sin razón.

El descontento generalizado y la desesperanza preparan el terreno al populismo, a las respuestas simplistas y los chivos expiatorios. Que sean los migrantes que nos roban el empleo, o las potencias internacionales, la narrativa nos exime de nuestros fallos y cuestiona el sistema. El chivo expiatorio evita ver las causas reales de la crisis. Desata pasiones y nos priva de las respuestas racionales y constructivas que necesitamos. Al contrario, invita una lógica desargumentada y destructiva, cuyas consecuencias bien podrían ser lamentables.

De los flujos

No se entiende la globalización sin estudiar flujos mundiales de mercancías, capitales y de personas en perspectiva histórica. Es, sin embargo, indispensable estudiarlos con cuidado en lo cuantitativo y en lo cualitativo. Los períodos liberales y conservadores, de libre comercio y proteccionismo se han sucedido históricamente. La globalización es un proceso histórico de larga data y no un fenómeno nuevo.  Se estima que en 1913 el stock mundial de migrantes representaba cerca de 10% de la población mundial, cifra 3 veces mayor al 3.2% de nuestros días según cifras de la ONU (2013). De la misma manera, en 1913, 40% de los ahorros del Reino Unido estaban invertidos en el extranjero; 50% del capital argentino estaba en posesión de inversionistas extranjeros. Ese período fue seguido por un período de proteccionismo y auge del nacionalismo (entre ambas guerras mundiales).

Cierto es que los períodos de liberalización están históricamente asociados a un mayor crecimiento económico y a los avances tecnológicos, pero nada dice de la repartición de sus beneficios.

Además, la dirección de los flujos ha cambiado considerablemente. Ayer la migración Norte-Sur predominaba mientras hoy está en auge la migración de países más pobres hacia economías más ricas. Ayer primaban los flujos financieros desde países desarrollados hacia los países en desarrollo, mientras que hoy priman los flujos Norte-Norte. Así, la globalización de ayer habla de la realidad colonial e imperialista, mientras que hoy la globalización de hoy los intereses privados divergen con mayor frecuencia de los intereses de sus estados. Las estrategias estatales siguen siendo decisivas, pero la dinámica descrita más arriba, y los beneficios del desarrollo tecnológico para los particulares, se traducen a la vez en una limitación de la capacidad de acción del Estado.

Gobernar la globalización, gobernar el populismo

Entendido así, muchas manifestaciones vistas hoy en buena parte de occidente son reacciones a las debilidades del sistema de gobernanza mundial, puestas en evidencia por la crisis. Esas debilidades se dan además en un contexto en que el centro de la economía-mundo (Braudel) se desplaza del Atlántico Norte hacia el Pacífico (transformación geopolítica).

Si bien históricamente la liberalización del comercio y el proteccionismo se han sucedido, los últimos 50 años han visto niveles de interconexión y de avances tecnológicos en el transporte y las comunicaciones que han cambiado el mundo para siempre. El modelo de gobernanza del siglo XX no volverá. Así, se hace necesario repensar los instrumentos de gobierno para adaptarlos a una nueva realidad (ej. OCDE con convenciones fiscales previendo intercambio automático de información).

Repensar la gobernanza mundial supone tener en cuenta una serie de desafíos: la distribución de la autoridad política (entre lo nacional y lo internacional), la distribución geográfica e intra-nacional de la riqueza y el ingreso, los bienes públicos mundiales (ej. El medio ambiente), los desequilibrios económicos mundiales, la identidad nacional y la legitimidad de las decisiones políticas. Ésta última nos reenvía al tema de la democracia y esto así en tres puntos. Primero, en términos de la representación democrática de los Estados en los organismos internacionales, en los cuales los ganadores de la Segunda Guerra Mundial están sobrerrepresentados, un orden poco adaptado a la realidad de hoy.  Si bien los potencias emergentes son cada vez más tomadas en cuenta (ej. G20), no es menos cierto que al desarrollarse, sus intereses tienden a alejarse del resto de los países en desarrollo. Segundo, el alejamiento de decisiones políticas fundamentales de la población (hacia instancias internacionales) hace la legitimidad más difusa y dificulta su aceptación. Por último, la emergencia de poderes que no comparten los valores democráticos de occidente (¿Lo harán en la medida en que se desarrollen?) plantea la pregunta del lugar de la democracia en la escena internacional.

Los desafíos identitarios y democráticos, así como la reticencia de los Estados a renunciar a competencias dificultan el llevar la gobernanza a la escala de los mercados globalizados. Si bien algunos Estados han adoptado estrategias que le permiten un cierto éxito en el actual sistema, ninguno puede responder por sí solo a todos los desafíos citados más arriba. La pista evidente parece ser el proveer a los Estados los medios para elegir sus estrategias y modular la globalización trabajando a la vez de forma colaborativa para responder a desafíos mundiales.

Si bien no existen respuestas fáciles a estos problemas lo seguro es que el desequilibrio actual parece poco estable y poco sostenible en el tiempo. La falta de legitimidad y la exclusión no dejarán de traernos cada vez las mismas preguntas. ¿Qué mundo queremos? ¿Cómo lo gobernamos? ¿Quiénes participan? ¿Es sostenible el sistema?