Desde esta columna hemos abogado porque el gobierno favorezca mayores niveles de inversión doméstica con recursos propios, atraiga nuevos capitales con decisiones oportunas y valientes, genere mecanismos efectivos para motivar el ahorro, promueva las exportaciones de manera selectiva y ayude a crear las bases de un proceso de industrialización que no descanse en bajos salarios y mucho menos en la aversión empresarial no declarada al conocimiento.

Por ello, cuando las autoridades hablan de favorecer la producción y el consumo de ciertos bienes transables, y diversificar la estructura económica mediante “estrategias adaptativas” al mercado internacional, deberían pensar en privilegiar como meta la economía del conocimiento y la productividad dinámica, tratando por lo menos de mitigar las actuales iniquidades inherentes al actual patrón de distribución del ingreso.

Seguimos, pues, insistiendo en un papel genuinamente más activo del Estado. En efecto, en las actuales condiciones de impresionantes avances científicos y tecnológicos, se requiere un Estado emprendedor, no una muleta de conveniencia del sector empresarial. Y solo los esfuerzos mancomunados Estado-empresa de nuevo tipo, deliberados y planificados, podrían conducir a la proliferación de los “invernaderos de innovación”, esto es, a poner las principales locomotoras productoras de bienes y servicios en condiciones de emprender la ruta de la economía del conocimiento.

Ciertamente este vuelco reclama “sangre nueva”. Si nos referimos con ello a juventud competente y honesta, o a rostros que bien pudieran ser viejos o maduros, pero que no están comprometidos con la perniciosa cultura del clientelismo político, chicote de la democracia, estamos de acuerdo.

Esa “sangre nueva” que con tanto ímpetu mencionaba el presidente Medina en una de sus elocuciones más recientes, debe atacar las raíces y no los síntomas de las enfermedades agravadas de la sociedad dominicana y tener la capacidad de conducir voluntariamente al sector empresarial, de manera progresiva, hacia la economía del conocimiento. Ese proceso debería estar orientado por una visión, que no por una retórica, tan atrevida y desafiante como previsora y racional, con inversiones dirigidas a propósitos fundamentales y revolucionarios, incluidas las de alto riesgo, siempre dentro de los principios que rigen nuestro sistema democrático.

Quizás esta remota idea de progreso subyace en los enormes gastos tributarios que se permite el gobierno, es decir, en toda una suerte de diferentes incentivos, deducciones, exclusiones, créditos, tasas reducidas, diferimientos del pago de impuestos, exenciones y tratamientos diferenciados otorgados por distintas disposiciones legales a determinados sectores económicos y sociales.

Sea o no así, la nueva economía que reclamamos exige que estos famosos gastos tributarios sean revisados de manera exhaustiva por la única vía racional posible del análisis de sus costos/beneficios. Habría que ver (1) si en verdad estos gastos están relacionados con ciertas esperanzas o apuestas legítimas del gobierno para demostrar su tradicional espíritu altruista-compensatorio, o (2) si simplemente responden a la reiteración política de beneficiar a sectores empresariales que no ofrecen ninguna garantía de cambios de su cultura rentista. Sabemos que los más relevantes atributos funcionales de esta cultura del atraso son la aversión al conocimiento y la obstinada inclinación a lo inmediato y fácil. Obviamente, como puede constatarse en nuestra realidad, son las dos cosas a la vez.

Aquí y allá, la apuesta de los gobiernos al dejar de recibir ingresos es la espera de una mayor recaudación fiscal como resultado del incremento de las inversiones y aceleración del crecimiento; corrección de las llamadas fallas del mercado o externalidades negativas; reducción de las asimetrías de información y generación de economías de escala; aprovechamiento de externalidades positivas; generación de nuevos empleos y, en general, determinados avances en los ámbitos social y ambiental. Podría también incluirse la espera de una mayor competitividad del sistema económico o de algunos de sus sectores concretos, así como el desarrollo de zonas pobres y económicamente rezagadas, como es el patético caso de la zona fronteriza y su ineficaz ley de incentivos.

La realidad es que nadie conoce en detalle el costo-beneficio de los tipos prevalecientes de gastos tributarios. Algunos consideran que estamos frente a considerables pérdidas de recaudación, aliento de nuevas e ingeniosas modalidades de evasión o elusión, incremento de los costos de administración y cumplimiento, política fiscal menos transparente, graves distorsiones en la asignación de los recursos, acentuación de las desigualdades regionales e importantes pérdidas de equidad horizontal y vertical.

El aspecto más deprimente de estos gastos,  que este año alcanzan el 5.1% del PIB, es decir, aproximadamente 216 mil millones de pesos corrientes o 4 mil 300 millones de dólares aplicando el porcentaje al producto de 2018, es que nuestros gobiernos persisten en ellos en una economía que a todas luces pierde competitividad.

No exageramos.  Conforme con el último Informe del Índice Nacional de Productividad (INP) del Consejo Nacional de Competitividad:

“… El crecimiento económico del país ha estado divorciado de la aplicación de transformaciones en su actividad económica. Este comportamiento evidencia que el extraordinario crecimiento económico dominicano está cimentado en gran medida en la acumulación de factores tradicionales (trabajo y capital), y que la optimización del uso de esos recursos, o la utilización de nuevos métodos y procesos ha tenido un bajo impacto en el crecimiento”.