La pasión existente entre esos dos seres era de novela, parecía una pareja destinada a vivir eternamente enamorados. Ella pastor alemán, hermosísima, y él, un chihuahua amarronado, de esos que parecen que toman esteroides, guapísimo y bello, con una manchita blanca en el pecho que lo hacía más interesante y provocador.

Era un amor de novela, envidiable, cuando ella entraba en calor, tratamos en más de una ocasión de cruzarla con perros pastores alemanes hermosos, gallardos, puros, no tan puros, y en definitiva, para prolongar esa estipe hermosa de Gina, pero que va, todas las tratativas eran insuficientes y absolutamente estériles, ella solo tenía ojos para Peque.

Recuerdo haber sido testigo de Gina, agachada, acostada, levantando a Peque con sus patas traseras, él haciendo también su justa diligencia, y en definitiva, haciendo lo imposible por consumar un amor de otro tiempo, algo que nunca se pudo hacer.

Él, (Peque) por el contrario, no era para nada fiel, no había perra en el patio de mi madre Doña Celeste que, siendo un poco más pequeña, medianamente grande o de su tamaño, se le salvara. Así dañó un negocio, a mi madre y a mi hijo mayor, a los que en una oportunidad los sorprendí calculando cuánto costaba en el mercado cachorros de cocker spaniels puros, ya que habían cruzado a Annie, un hembra cocker color ámbar, con un ejemplar precioso y seguro seguro que serían ejemplares hermosos.

El parto fue calculado, esperado y publicado a los cuatro vientos, salieron como seis cachorritos peladitos y chiquiticos, cuando los vi, no me parecieron cocker spaniels para nada y, por el contrario, asumí sin saberlo que eran hijos de Peque, y así lo dije. Esa fue mi perdición, ya que mi madre y mi hijo se volvieron contra mí, llegando a asegurar que, conforme al Internet, los cachorros de cocker, con el tiempo, se ponían bonitos y le saldría su pelambre característico.

Con el correr de los dias, y el crecimiento paulatino de los cachorros de cocker spaniels puros puritos, lo único que le salieron a esos pobres perritos fueron cuatro o cinco pelitos en cada oreja, pareciendo más gremlins que cocker, confirmando mi predicción previamente establecida, y por la que fui prácticamente crucificado. La zafra que por la venta de estos cachorros seria obtenida fue disminuyendo con el paso del tiempo y con el convencimiento inevitable de que los perritos eran de Peque, y no del marido improbable que no había cumplido su cometido. Al final, hubo que regalarlos.

Así las cosas vivía Peque, el gran chihuahua, entre cuyos éxitos estaba haber hecho que una pastor alemán se desviviera por él y que, cuando salía de su albergue, él y solo él era el motivo de sus desvelos, la razón de su existencia.

Una tarde, recibí una llamada de Doña Celeste, y me dijo que Peque había muerto. Sentí un escalo frio y no sé porqué una tristeza rara, porque realmente admiraba a un perrito tan chiquito y fresco que había hecho de sus andadas con las féminas historias sin cuento y proezas inimaginables.

Obviamente pregunté la razón de tan infausta noticia y la respuesta me dejó atónito, sorprendido y estupefacto. Peque había sido objeto de un perricidio; la perricida había sido nada más y nada menos que Gina, la que aparentemente no soportaba las infidelidades de Peque y al sentirse rechazada y sola, y él feliz y provocador, lo prefirió de la muerte y de nadie más.

Hago esta historia no solo por cierta, sino porque además de ser una historia de amor y odio que entendía solo podía darse en humanos, me hizo evadir al acordarme, el tedio de la vida y el peso de la realidad.

"¡Qué vivan los amores que matan, porque nunca mueren!", dice Sabina.