En nuestro artículo anterior tratamos sobre la naturaleza y características del riesgo reputacional y, dentro de este, la reputación corporativa. Como idea central resaltamos lo esencial que resulta estar conscientes de la trascendencia de este tipo de riesgo, pero sobre todo de su gestión efectiva.

La gestión del riesgo reputacional parte de criterios y principios generales y comunes a los demás riesgos; sin embargo, posee características que hacen aún más complejo este proceso: su estrecha vinculación con elementos subjetivos -como la confianza-, y su interrelación con otros riesgos (conectividad) y con la cultura propia de los diversos actores de cada mercado. En este contexto, en sentido general, podemos sustentar en tres pilares la base de un sistema de gestión del riesgo reputacional: i) construcción de un perfil propio; ii) diseño institucional; y, iii) gestión integral. 

Sin duda, la base esencial para la gestión del riesgo reputacional inicia con el análisis de la exposición y condición propia. Esto, que parece lógico, contrasta con la existencia de importantes sesgos a la hora de las autoevaluaciones. Por ejemplo, un estudio de Deloitte en 2014 mostró que el 76% de las empresas se otorgan a sí mismas notas entre A (19%) y B (57%) al autoevaluar su capacidad de gestionar este riesgo, datos que parecen contrastar con la situación real a la hora de medir las condiciones y capacidades propias de los agentes.

Llevar a cabo el análisis crítico de la exposición propia implica conocer quiénes son los stakeholders reputacionales (grupos de interés). Es decir, quiénes son aquellos terceros cuyas decisiones con la entidad se toman en gran medida a partir de la percepción reputacional, y a su vez cuáles de estos tienen mayor impacto en la empresa. En sentido general, los stakeholders reputacionales varían por tipo de empresa, sector y mercado. A su vez, estos se concentran en dos grandes ámbitos: internos o externos.

Los stakeholders reputacionales internos valoran la empresa desde una posición que los vincula directamente a la misma, como son los accionistas, inversionistas, directores, administradores o empleados, entre otros. Los externos, por su lado, ponderan la corporación desde una relación indirecta, como son los clientes o usuarios, proveedores, reguladores, entidades comunitarias o medios de comunicación, entre otros.

Uno de los elementos más relevantes para determinar los stakeholders reputacionales y su materialidad resulta en comprender que estos, ante las mismas situaciones, asumen una visión particular que tiene efectos en la reputación de la empresa. Esto es lo que la autora Andrea Bonime-Blanc en su obra “The Reputation Risk Handbook” describe como el efecto “Rashomon”. Es decir, que diferentes actores valoran desde su propia perspectiva, un mismo hecho o acontecimiento. De esta forma, una fusión entre dos empresas puede ser valorada de forma positiva por sus accionistas, pero de forma negativa por los reguladores o por los consumidores. El cierre de una sucursal, por ejemplo, puede ser bien valorada por los directivos de la empresa, pero no así por la comunidad a la que se relaciona.

Parte de la importancia que reside en comprender a los stakeholders reputacionales tiene que ver con la capacidad de tomar decisiones con una visión reputacional amplia. Los datos empíricos indican que la mayoría de las empresas consideran que los clientes son sus principales stakeholders reputacionales y que ello se deriva de su relación con sus productos y servicios. Sin embargo, pudiera no ser así, o al menos no del todo. Hoy, en un ambiente de ciudadanía corporativa, otras variables son altamente valoradas, como una visión y actuación sostenible (con la comunidad o el medio ambiente), un ambiente inclusivo o un modelo de administración donde el centro sean los empleados.

Otro de los pilares de la gestión del riesgo reputacional lo constituye la arquitectura institucional. En sectores como el mercado financiero, prácticas internacionales y regulatorias marcan una tendencia hacia la construcción de modelos para la gobernabilidad interna de este tipo de riesgo, incluyendo la creación, a nivel de alta gerencia, de puestos especializados como el Jefe de Riesgo Reputacional (Chief Reputation Officer). No obstante, de aquí lo más relevante no solo es la tendencia a la creación de cargos o estructuras particulares, sino el reconocimiento de que la gestión del riesgo reputacional es una responsabilidad que parte desde la cabeza de la empresa (tone at the tope), y que debe observar principios de organización internos que permitan la autonomía, independencia y el alcance integral.

A esta arquitectura institucional se vincula el tercer pilar: la gestión integral. La reputación incide -conscientemente o no- en cada interacción de los stakeholders reputacionales con la empresa. De esta manera, no puede considerarse como elemento aislado. Cada línea de defensa se relaciona e impacta el ámbito reputacional y, además, la suma de las diferentes actuaciones incide directamente en la reputación como un todo. Una gestión integral consiste en implicar a todas las áreas de la empresa en el proceso de gestión y su comprensión, lo cual además es esencial para lograr activar esa mirada 360 que requiere un correcto análisis reputacional.

Cabe resaltar que estos tres pilares -brevemente comentados- se cohesionan a través de principios comunes y especiales: i) transparencia; y, ii) integridad/ética. Para construir una base reputacional sólida se requiere de terceros que confíen en la empresa y sus miembros. No existe forma alguna de crear confianza sin transparencia. Es común observar que uno de los detonantes de una crisis reputacional no solo es un hecho en particular, sino la falta de transparencia -intencional o no- a la que se expone a los stakeholders. Información y confianza siempre van de la mano.

Finalmente, la integridad y la ética implica un sentido de trascendencia corporativa. La gestión del riesgo reputacional no trata de vender una imagen de la empresa, sino asegurarse de que esta funcione consciente de su importancia y, sobre todo, de que se sustente en administración integral en base a una real cultura ética e íntegra.

De una correcta gestión de este riesgo deriva el llamado circulo virtuoso de la reputación: la mejor forma de retener o atraer accionistas, inversores, empleados, clientes, proveedores, etc., es a través de una sólida reputación que, sobre todo, sea consistente con los objetivos y cultura de la empresa. Allí se sostiene la resiliencia reputacional.