El “eterno retorno” de las claves que sustentan la vida política dominicana, confirmación de que estaremos entre un país y un paisaje, entre un campo con luz o una luz agraria, te conduce a viejas ideas.
El 21 noviembre del 2009 publiqué este artículo en mi columna del suplemento “Areíto”, del periódico Hoy, que ahora recupero. Creo que mantiene su vigencia, y aún más: hay que seguir estudiando la manera en que la política sigue apelando al aura de unos antepasados, materia heredable, al carisma pensado en vertiente weberiana: como una manera de crear solidaridad social o empatía, como si el partir de cero, nomás que con la fuerza propia y sin ese concepto de deuda social, fuese más que la excepción.
A pesar de las promesas de superación del siglo XX, de los sueños despertados por temas tan caros como “postmodernidad” con “aldea global” de fondo, en el XXI nos convencimos de que lo patrimonial todavía sigue siendo un elemento esencial en nuestros discursos cotidianos.
Contrario a los posibles sueños de mirar el mundo desde la última ventana del Nueva York chiquito, ahora los burros y caballos tienen dos o cuatro ruedas, pudiendo ser una Passola, una Harley o una yipeta Tahoe, la preferida por nuestros políticos de buen gusto, un medio esencial para imponer respeto.
Podemos extasiarnos con alguna burbuja extra-primer mundista al bajar de un velero en Punta Cana, pero la realidad dominicana seguirá estando más cerca de las intenciones de un Oscar Lewis que de un Zygmunt Bauman. El burro estará parqueado bajo las nuevas luces LED. ¿Byung–Chul Han? Lo siento, José Mármol, porque pensar al filósofo coreano en El Conde es como pretender que Mick Jagger cante el himno nacional en la Plaza de la Bandera, o quién sabe. Y a Homero Pumarol le digo: tu poema “Jack Veneno ha muerto” es un grandísimo foco, hasta con más fuerza que las luces del Faro a Colón, para iluminar los tristes designios de la media isla dominicana: “Jack Veneno ha muerto, Nietzsche lo sospechó desde un principio”
No importa: De aquel trío que mencionaba en el 2009 como los alfiles de la Generación “Hijos De”, sólo queda Guido Gómez y su permanente folder en las manos de alguna que otra denuncia. Al parecer, los dos hijos regresaron “al solar paterno”, como buenos seres en algún cuadro campesino de Yoryi Morel.
La paleta de “hijos de” desde el 2009 se ha desarrollado considerablemente. ¡Hasta un nieto del mismísimo Jefe ha aspirado a la Silla Presidencial sin que la sociedad se sonroje lo suficiente ante la reivindicación de aquella Era de 31 años! Como escribí en mi artículo, el hecho de serlo no invalida la calidad de sus presentaciones, porque la mayoría ha estudiado, se ha esforzado, y ciertamente que podrían hacer aportes a la política. Lo único lamentable sería dejar la foto de los papás o tíos o abuelos en el fondo de la pantalla, como si fuesen soles, cuando te hablen desde Zoom. Y lo peor de lo peor: seguir con aquella terrible metáfora de que "la política le corre por las venas".
Aquí va mi artículo:
¿Qué tienen en común Guido Gómez, Elías Wessin Chávez y Pelegrín Castillo? Todos son “hijos de”. Ahora como nunca los antropólogos pueden dejar de hurgar entre huesos centenarios y volver a los viejos sueños de Malinowsky y Levi-Strauss: trazar pautas de comportamiento, definir grupos de adhesión, discutir el alcance de lo “tradicional”, los clanes, los linajes.
Los “hijos de” están por todas partes. Todos mis amigos tienen “hijos de”. Vas a cualquier oficina -pública o privada-, y decir que alguien es “hijo de” es casi lo mismo que hablar de “buena raza”.
Por lo general a los “los hijos de” les ha tocado un tiempo más calmado. La mayoría de las veces han recibido una mejor educación que sus padres. Conocen más países, experimentan con más elementos, “se mueven”. Pero, por más que se muevan, serán “hijos de” (¿?).
Alrededor del tema hay muchas -viejas y nuevas- cuestiones éticas. Lo primero: nadie es culpable de ser “hijo de”. Las ventajas hay que aprovecharlas. Nadie está obligado a repetir los esquemas de los ascendientes. Los hijos también son parte de un proceso de desarrollo. Verdad de Perogrullo: al ser los hijos la felicidad, hay que tratar de que vivan felices.
El problema deviene cuando este esquema se va convirtiendo en elemento esencial de la vida política y social. Los partidos políticos se convierten en sociedades por acciones, los liderazgos ya no comportan el elemento aureático, detrás del “hijo de” se utilizarán los antepasados como focos compensadores de la falta de luz propia. La política será el negocio y la profesión. Viejos conceptos como “partir de cero” o “mi propio esfuerzo” serán tan actuales como el andar a pie. No habrá obligación de conceptos, pensamientos, grandes esfuerzos intelectuales, porque el elemento decisivo, que será la capacidad de decisión, vendrá dada por “la sangre heredada”, por los hechos ya frisados en la historia y que se convierten en el cojín de los nuevos comensales. Los que no son “hijos de” la tendrán durísima.
Dentro de la constante puja de los “hijos de” las situaciones a veces llegan a lo esquizofrénico: las verdades de cada quien se yuxtaponen, no llegando a una posición ante la historia; dentro de “los hijos de”, las víctimas y los victimarios confraternizan, descafeinándose la percepción de la historia, como si todo cupiese en la licuadora; muchísimos “hijos de” desdicen el papel de sus antepasados: donde antes hubo honra, honor y lucha, ahora está la ventaja esta o aquella. También hay muchos que pasan factura de sus heroicas acciones; “los hijos de” estarán por ahí.
A los “hijos de” no hay que recordarles la historia. Después de todo, ellos tienen la suya propia. Un problema de los “hijos de” es el de transportar las ventajas de esa condición a una manera de ser y de estar, a no implicarse en un yo lo suficientemente consistente como para tener claro el pasado y asumirse en la claridad del ser ahora. A veces hay que comenzar a dejar de ser “hijo de”. Tal vez los padres comiencen a romper con el “padre de”.