Solo algunos minutos antes del inesperado desenlace, Rufino Alcántara pudo constatar que el pretendido hechizo de invulnerabilidad no era más que una lejana y oscura trama vindicativa. Ramona Peralta, la renombrada hechicera de la “Ciudad de los Metales”, le había asegurado que con la ingesta de aquella extravagancia gastronómica, su recién finalizada vida de caliesaje y sicariato al servicio del régimen encabezado por el Pequeño Ilustrado, estaría protegida por siempre de las acechanzas de sus enemigos. Además, la mujer le había garantizado que su suerte en materia de amor y juegos de azar, se abriría como un enorme paraguas que lo protegería de las inclemencias de la soledad y la miseria.
No, no había olvidado nada. El día anterior había comprado los ingredientes al colmadero dueño del perro negro de uñas largas y filosas. Ese mismo día atrapó a la joven culebra en las márgenes del río Cuaba, tal como se le indicó. El régimen del Tirano Menor se había desmoronado, y él había sido uno de los hombres más destacados en aquel gobierno odioso, por lo que entendió que debía protegerse de las turbas sedientas de la sangre de aquellos que, como él, la habían derramado en abundancia de los cuerpos de muchos inocentes. Por ello procedió a ejecutar todo lo que aquella señora le había indicado. Así que de inmediato cortó la cabeza y la punta de la cola de la serpiente, con la misma determinación con que segaba las vidas de los opositores al régimen que él tan celosamente defendía. De inmediato sepultó las partes referidas en lo más apartado del patio trasero de su casa, advertido de las energías negativas que pudieran desencadenarse como consecuencia de la mutilación. A seguidas ató el resto de la culebra con una cuerda de cabuya justo en la parte donde le había hecho el corte al rabo, y la colgó, cual trofeo siniestro, hasta que el animal quedó totalmente desprovisto de su sangre, como le sucedió a tantos que no comulgaban con el credo político que él profesaba con toda la energía de su perversidad. La “iluminada” le había indicado que así lo hiciera. Y además le había aseverado que sobre quien bebiera de aquella sangre se derramaría una interminable cadena de desdichas… Luego procedió a despellejar el reptil, el cual presentaba un aspecto de deliciosa ternura. Una vez con el manto del ofidio en las manos, decidió incinerarlo hasta dejarlo convertido en un chicharroncito carbonizado. No lanzó el pellejo al río porque no olvidó que la “misteriosa” le había asegurado que de hacerlo, éstos se transformaría en los despojos de la serpiente viva, con el agravante de su tamaño original octuplicado, y así retornaría por el trayecto de la alta noche hasta el lecho de su verdugo, al que estrangularía mientras éste durmiera uno de sus mansos sueños de animal de maldad. Tampoco mandó a fabricar un par de zapatos con la piel, porque también estaba advertido que de hacerlo tropezaría mortalmente con ellos. Asimismo la mujer le había asegurado que si usaba una correa elaborada con el cuero aludido, éste aprisionaría su cintura hasta arrancarle al hombre su último aliento. Entonces él, que era de un corazón impiadoso y además se creía de una valentía a toda prueba, en ese momento empezó a pensar con remordimiento miedoso en la muchacha que hacía muchos años había violado en las márgenes del río Cuaba. Quiso desprenderse de aquellos pensamientos mientras lavaba la carne con zumo de naranja agria y la cortaba en ocho pedazos uniformes, los cuales exhibían una ternura angelical, como la piel de la jovencita.
Sazonó con sal, orégano, zumo de naranja agria, cilantro sabanero, ajo bien triturado y algunas ramitas de yerbabuena y albahaca, bien molidas… Volvió a recordar los forcejeos desesperados en el río, la tierna presa retorciéndose entre las aguas, cual enorme y resbaladizo pez, sus grandes ojos color maíz desorbitados y sus gritos desesperados e impotentes… Con sus manos de carnicero consumado revolvió una y otra vez la carne, como solía revolver las almas de sus víctimas, como la muchacha a la que desgarró inmisericorde. Luego vertió los filetes en una sartén previamente recalentada con tres tazas de aceite El Manicero. Removió durante veinte minutos, al término de los cuales sacó los pedazos humeantes, dorados y apetecibles, como los miembros de la doncella mancillada. Recordó a la otra joven que fue a socorrer a su amiga, mientras él permanecía oculto entre algunos arbustos a la orilla del río.
– ¿¡Qué te hicieron Ramonita, qué te han hecho!?- se lamentaba la compañera, llorosa, tal vez culpándose por haberse alejado tanto.
Sí, recordaba. Recordó cuando el Pequeño Ilustrado destinó sus servicios a otra jurisdicción bastante alejada de allí, intentando silenciar las voces de protestas clamando contra sus abusos. Recordó que en su otro destino siguió ejerciendo de igual modo su vocación de malvado incorregible. Pensó en los ojos de la joven mujer, tan parecidos a los de la pitonisa del conjuro. Asoció los nombres: Ramona, Ramonita, Ramona Peralta. Él nunca regresó al lugar del suceso bochornoso, ni se enteró del destino que tomó la vida de su víctima de ahí en adelante.
Visitó a la mujer porque había escuchado de la fama de su incomparable sabiduría y del reinado absoluto que ejercía en la “Ciudad de los Metales”. Había ido porque quería protegerse de los enemigos del régimen colapsado, quienes lo buscaban con furia de perros rabiosos para cobrarle sus múltiples fechorías. Pero cómo iba a pensar que se tratara de la belleza que había estuprado entre las aguas de El Cuaba. Sí, ahora recordaba los ojos amarillos e irónicos, el duro gesto de los labios, las manos temblando de una ira que en ese momento él no pudo percibir, la mujer entregándole el papelito de la receta con las prescripciones y las recomendaciones: –Váyase. Si cumple al pie de la letra lo encomendado, sus enemigos se mantendrán a distancia; sólo el Diablo podrá con usted.
Recuerda. Recordó que le había dicho que Ramona amaba devocionalmente a las serpientes. Decían que tenía una muy especial, que era como la otra luz de sus ojos. Entonces se preguntó acerca de cuál habría sido el motivo por el que ella lo había mandado a sacrificar la culebra. Mientras se interrogaba, tomó el plato de loza resplandeciente, tal como se le indicara, y no tardó en observar reflejados en él, alternativamente, el rostro de la vidente y el de la muchacha, cuya única diferencia radicaba en las edades de ambas. Presa del terror, Rufino Alcántara quiso huir, pero no pudo porque sus pies estaban atados por serpientes invisibles. Sin embargo pudo introducir los trozos dentro del plato y colocarlos en la mesa del comedor. Y volvió a sentir los pies ligeros e intentó de nuevo abandonar la casa, pero una fuerza violenta lo empujó y lo obligó a sentarse a la mesa, frente a su banquete ineludible. En el grado más alto del espanto, empezó a observar la extrema agitación de las porciones, como si una invisible y violenta llama ejerciera calor por debajo del recipiente. Sabía que era imposible huir porque las serpientes impalpables lo sujetaban con fuerza contra la silla. Inevitablemente recordó a cada uno de los tantos que había torturado en aquel su mismo estado de indefensión. Y a las sucesivas imágenes de aquel pasado espantoso se sumó la realidad de los fragmentos del animal agitándose hasta unirse y convertirse en una enorme serpiente viva y desafiante, que se enredó al cuello de Rufino Alcántara hasta triturarle su último aliento.