En un sentido amplio, podemos entender por garantías judiciales aquellos mecanismos e institutos jurídicos positivizados que permiten/procuran lograr o asegurar la protección y efectividad del ejercicio de los derechos fundamentales en el marco de un proceso judicial, y así maximizar la eficiencia de la administración de justicia.

De conformidad con el Art. 8 constitucional, la función esencial del Estado es velar por esas garantías. Sin embargo, protegerlas íntegramente no siempre resulta posible, o al menos no en idénticos términos para la totalidad de los casos y situaciones de amenazas o vulneración de derechos fundamentales. Y es normal que así sea, como también lo es el errar humano cuando se cuenta con la capacidad de rectificación y corrección. Pero no es normal que ese mismo Estado patrocine oficialmente el desconocimiento de garantías judiciales reconocidas en nuestras leyes vigentes, pues ahí mismo se desdice como guardián de la Constitución, y se expone como un delincuente al que también esas leyes guardan sanciones por sus hechos.

De lo anterior, quizás la mejor prueba es la ausencia de jurisprudencia o decisiones -siquiera aisladas- de nuestra Suprema Corte de Justicia -SCJ-, u otros tribunales, desmintiendo mi afirmación acusatoria respecto de la inutilidad de múltiples institutos y mecanismos de supuesta activación judicial; algunos por efecto del desuso, y otros dada su inaplicación intencional por nuestros operadores judiciales, aún ante supuestos que la exigen.

Aunque la lista podría extenderse al contenido de un Tratado, a continuación me limitaré a listar cinco de esas “garantías judiciales” que me han sido inútiles en mi experiencia reciente sudando la toga y el birrete, empujándome a la forzosa convicción de que si de algo pueden servir, es de adornos en nuestro Código Procesal Penal, pues cuando los supuestos fácticos que justifican su aplicación se producen, lejos de ser respetadas, con gran facilidad nuestros jueces tienden a mirar a otro lado, -a cualquier otro lado- contar de no aceptar la solución que plantean.

Sin orden de prelación, iniciamos con el derecho de todo imputado a no ser presentado ante los medios de comunicación en forma que dañe su reputación o lo exponga a peligro (Art. 95.8), derecho cuya violación se establece a pena de nulidad de la actuación y las que sean su consecuencia (Art. 95, Párr. final). Esta regla ni siquiera en el mal denominado caso del siglo, bajo el apelativo “Odebrecht”, hubo de cumplirse (Ver SCJ, 2da. Sala, Sent. Núm. 631, d/f 26/7/17, P. 157-160), no obstante así solicitarse y probarse su violación. Y aquí vale decir, si semejantes atropellos suceden en un proceso judicial como ese, fiscalizado por toda la comunidad nacional, otros Estados y organismos extranjeros e internacionales, incluso comprometidos con la salvaguarda de los derechos humanos, qué no podría suceder en los casos comunes y de procesados de a pie, qué no podría suceder si “this is RD” :s

De algo estoy claro, semejante actuación tan recurrente en el umbral de las investigaciones fiscales, solo es posible con la anuencia y autorización del Ministerio Público o de sus agentes encargados de la investigación; hecho que si bien no puede justificarse de forma racional –pues una inconfundible violación a la dignidad humana y al derecho a la presunción de inocencia-, cuando así sucede podríamos explicarlo en el afán de estrellato de ese órgano titular de la acción penal, promoviendo ante la sociedad una falsa idea de eficacia, y a qué costo: proscribiendo los derechos y las garantías de los investigados. [Pero las nuevas autoridades prometen que esto será cosa del pasado, ya veremos…]

Igual oda podemos desahogar en relación al derecho a un procedimiento expedito para el trámite del recurso de apelación o de revisión contra decisiones que imponen la prisión preventiva o el arresto domiciliario, y que de no cumplirse “se entiende que se ha concedido la libertad de pleno derecho” (Arts. 153 y 414 del CPP). Para algunos colegas litigantes, y que cada día son más, denunciar el incumplimiento de esa disposición y no hacerlo es lo mismo, pues en definitiva, con frecuencia casi-absoluta los jueces encuentran un motivo para justificar lo injustificable: no hemos cumplido con un deber procesal, vulnerando el derecho fundamental a un proceso sin dilaciones indebidas de un justiciable en estado de prisión, porque no y punto.

Y que decir de la regla establecida en el artículo 154 del CPP: “Cuando la Suprema Corte de Justicia no resuelve un recurso dentro de los plazos establecidos por este código, se entiende que ha admitido la solución propuesta por el recurrente, salvo que sea desfavorable para el imputado, en cuyo caso se entiende que el recurso ha sido rechazado. (…)”. [Sin comentarios, la quinta ola de la reforma judicial está en curso, crucemos los dedos].

La misma suerte institucional sigue a las disposiciones del artículo 225 del CPP, que dispone: “El arresto no puede prolongarse más allá del agotamiento de la diligencia o actuación que lo motiva. Si el ministerio público estima que la persona debe quedar sujeta a otra medida de coerción, así lo solicita al juez en un plazo máximo de cuarenta y ocho horas, quien resuelve en una audiencia. En caso contrario, dispone su libertad inmediata.”

Al listado de las anteriores “garantías”, recientemente se ha procurado agregar una más por evolución -o debería decir involución- jurisprudencial, refiriéndome al plazo de duración máxima de todo proceso establecido en el artículo 148 del CPP, que con anterioridad al nuevo criterio fijado por la Segunda Sala de la Suprema Corte de Justicia en su sentencia d/f 12/7/19 (Rec. Wellington Lebrón García), y conforme a este texto reformado por la L. 10-15, era “de cuatro años contados a partir de los primeros actos del procedimiento”, pero que ahora se entiende un plazo de imposible cumplimiento, a decir del sumun de la inteligencia judicial, pues: “en el complejo mundo procesal como el nuestro, donde la enmarañada estructura del sistema judicial impiden por multiplicidad de acciones y vías recursivas que se producen en sede judicial, así como en otros estamentos no jurisdiccionales concluir un caso en el tiempo previsto en la norma de referencia, más aún cuando son casos envueltos en las telarañas de las complejidades del sistema (…)”.  En otros términos, el razonamiento judicial es más o menos como sigue: ese plazo no se puede cumplir -cuando entendemos que no se debe cumplir, pues la conveniencia y la gratitud también son causales de derrotabilidad de las reglas- y no se diga más!

Entonces, en el estadio institucional actual de nuestra sociedad, comunidad jurídica y Estado, hablamos de disposiciones legales vigentes pero inservibles, al menos para cuando deberían aplicarse en procesos judiciales a cargo de jueces no independientes y sin valor para hacer lo jurídicamente correcto cuando se tiene la oportunidad de hacerlo.

Como se dice comúnmente, con estas y otras similares disposiciones legales, ciertamente haría mejor el Congreso Nacional abrogándolas que manteniéndolas como pruebas de nuestra incapacidad de ser conforme al significado de Estado Constitucional de Derecho; y digo esto consciente de que semejante truco legislativo implicaría otra grave violación al orden constitucional: acelerar de reversa en el trayecto de la constitucionalización del Derecho; o bien,  acercarnos más al estado de cosas propias de la dictadura que muchos entienden que habíamos superado hace algunas décadas; pues como me viene reiterando mi padre desde infante: “no hay peor ciego que el que no quiere ver”. Repito -pero claro, con más swagger y flow que Childish Gambino refiriéndose a su país-: “This is RD!”, pero hasta un día, hasta un día; ya lo veremos…